miércoles, 11 de marzo de 2009 | By: Abril

Angélica


Perdona que no te haya escrito durante todos estos años. Estaba ocupado viviendo y teniendo hijos y nietos. Ahora, sin embargo, es ese momento de la vida en el que, repentinamente, estoy más cerca de ti que de ellos. Esa mágica antesala de la muerte que tenemos los viejos, un pequeño puñado de horas en el que se difuminan los recuerdos más presentes (no me preguntes cuántos nietos tengo, porque lo he olvidado) y aparecen, nítidas, las imágenes de hace tantos años.

Ayer por la tarde, o lo que yo creo que fue ayer por la tarde, llovía y se hizo de noche muy pronto. A las seis no quedaba luz en la calle apenas para un par de pasos. Empezó a llover, con esa lluvia con que la primera primavera trata de mellar el invierno. Estaba solo en un salón oscuro que brincaba con los parpadeos caprichosos del televisor, escuchaba la lluvia tabletear contra el cristal; y te vi. Te vi a mi lado, de pie en un lateral del cine Pardiñas, una tarde como ésa, exactamente igual, con nuestras pellizas sobre los hombros y el rostro ardiendo por el ambiente caldeado y la bruma de cigarros de la sala. Te vi de nuevo dedicándome la única mirada de amor que jamás me brindaste, mientras Don Francisco Largo Caballero, en la tribuna del cine, nos hablaba de la revolución. Hasta entonces yo había dudado si me amabas a mí o a nuestra cita histórica; si amabas al hombre o a la idea que el hombre compartía contigo. Pero tus ojos, en ese momento, cuando la sala empezó a rugir y a aullar y a aplaudir y a levantar los puños y después a cantar, a cantar, a cantar, tus ojos, Angélica, fueron los dulces ojos de la penetración. Se hizo en mí esa mirada y supe: no existe diferencia. Amar es procurar y en cada momento procuramos lo que las horas nos dejan. Hay una hora para construir un nido, una hora para las lágrimas y otra para las risas y otra para la lucha. Y saborearlas todas como si sólo fuesen una, ésa, la de cada momento, eso, Angélica, es el amor. Amor no es reír de por vida sino reír cuando en la vida toca y hacerlo como si no fuese a haber otra oportunidad.

Así nos vino el presente, Angélica. Sólo hubo un tiempo para reír y la aprovechamos diligentemente, al salir del mitin, juntos, tomados de la mano y paseando por la calle Alcalá, casi sin palabras. Quiero pensar que cuando la araña negra de la muerte anidaba en tu aliento pudiste ver, en una décima de segundo, aquellas calles que abrazaban el frío, las gentes vociferantes que se mofaban de las palabras de Gil-Robles y de las derechas (si el Parlamento no nos sirve, lo apartaremos) y recordándole a los transeúntes y al siglo que había llegado nuestro momento. Ese momento que nos llegó para luchar en octubre de ese mismo año, 1934. El mismo en el que perdimos.

Yo entonces era aprendiz y tú ya eras bordadora, creo. Lo siento, Angélica, esta confesión me arranca lágrimas pero lo cierto es que esta lucidez postrera no me alcanza para poder recordar cómo nos conocimos. Apenas recuerdo mis dudas previas, mis certezas posteriores y aquel paseo en la noche madrileña, rodeados de camaradas que cantaban por las aceras, y nosotros reservando nuestro ardor de lucha, apartándolo momentáneamente porque ése era nuestro tenso tiempo; porque entonces, Angélica, en esos momentos, nos mirábamos y sonreíamos y hacíamos planes. Lo daríamos todo, qué sencillo se nos hacía. Aplazaríamos el placer de nuestros cuerpos y nuestras almas algún tiempo, porque llegaba la hora de la lucha. Apuntalando la lógica de nuestros planes, tú te hiciste correo de mensajes sustanciosos, de planes meticulosamente trazados por el partido, como tantas otras lo fueron. Y yo te admiré por un motivo más y queriéndote a ti aprendí a querer a tu figura.

Y recuerdo también el otoño siguiente cuando eras para mí apenas alguna esquela breve que los amigos comunes me hacían llegar. Me hiciste llamar para que nos viésemos. Otra tarde fría de domingo en un banco de la plaza de Oriente en la que te esperé largo rato hasta que llegaste; y me saludaste con otros ojos. No era la hora de las miradas tiernas y supe entenderlo. Te marchaste a Asturias esa noche sin que nos tocásemos, sin recordar el amor porque el amor es también no mostrarlo ni nombrarlo cuando otras cosas que lo hacen coherente reclaman la atención. Me hablaste de la lucha y del momento y de tu ilusión y de tu marcha. Me dijiste que te habían ordenado ir al norte, donde ya se esperaba aquella fuerte resistencia de los cenetistas a ser uno en la pelea. Me dijiste que me envidiabas porque yo, menos implicado o valorado, me quedaría en Madrid, en mi casa y mi trabajo, y podría vivir en primera persona el epicentro de nuestra revolución. Entonces, Angélica, ni tú ni yo sabíamos que eras tú la que viajabas al epicentro. Me habría cambiado por ti sin dudarlo, aún sabiendo (o tal vez precisamente por eso) que perderíamos, que acabarían por masacrarnos en los valles mineros. Cuando te ibas, ya de pie mientras yo permanecía sentado y sonriéndote, regresó, leve, fugaz, ese mirar de enamorado. Un parpadeo privado entre los dos que me juró tu cuerpo, me juró tus manos y tus tiempos futuros a cambio de mi fidelidad de ahora que, de todas formas, te habría entregado sin un reproche. Tanto te amaba y amaba lo que tú amabas.

Te busqué. Imploré, supliqué, exigí al partido que hiciera esfuerzos por saber de ti. Los camaradas rebosaban caridad conmigo. Supongo que sabían bien que te habían purgado, que te habías ido por el sumidero de la derrota en un remolino de cadáveres olvidados. Pero nunca nadie me dio cuenta de ti. Te encontré yo solo, en el verano del 36, exprimiendo al máximo dos o tres confesiones borrosas que había logrado conseguir de amigos de amigos. Encontré tu fosa sin lápida en una colina sobre un valle que me dijeron que defendiste. Un manto verde que te cubría. Y ya no me mirabas. Ya no quedaba nada, Angélica.

Ojalá puedas comprenderme.

Yo había esperado por otra cosa, para otra cosa. La promesa era diferente. No esperé para abrazarme a un recuerdo, para reposar junto a un túmulo de hierba que la lluvía terminaría por confundir con la colina misma. Yo esperé por unos ojos ciertos y una mirada que recordaba bien, y un cuerpo que adivinaba sedoso y miles, miles de miles de segundos de existencia en común y palabras y calor. Te esperé a ti, Angélica, a ti y a tu labor. Pero no a tu imagen.

El resto es fruto del azar. Aquel verano, antes de regresar a Madrid, quise visitar a unos parientes en Galicia y allí estaba el 18 de julio. Volví a pisar Madrid seis años después y vestido de caqui.

Ya ves, Angélica. La vida tomó otro derrotero. Se desvió o, quizá, simplemente buscó otro canal por donde fluir pues el que estaba previsto, el que abrió en la roca tu mirada, se cegó de repente. Me gustaría decirte que no te he olvidado todos estos años, pero no es cierto. Tú me enseñaste que el amor es aprovechar cada ocasión y no mirar atrás. Amarte a ti era colgarse del muro de la pasión sin preocuparse de la altura y, si después de ti no hubo pasión, tampoco hubo alturas a las que temer. Te he llevado dentro de mí, dormida. Quería pensar que con no recordarte bastaba. Pero ahora me doy cuenta de que amarte fue, y es, sentirme pobre y culpable por haber gastado más de sesenta años que tú podrías haber vivido. El amor es triste, Angélica, porque al amor siempre le falta algo.

Quisiera poderte pagar por todo lo que ya no fuiste. Pero no puedo. No puedo hacer nada, Angélica. Ni por ti, ni por mí. Sólo puedo decirte lo que la urgencia de aquellos tiempos dejó para más adelante porque, finalmente, llega la última hora y ahora me encuentro, seis décadas después, donde ya estuviste tú cuando, subida a los contrafuertes de un valle, recibiste el atropello de los morteros; así pues veo, como viste tú, que no hay más adelante, que lo que hubo detrás se disuelve y que nada, nada, ni la lluvia sobre el empedrado de Madrid, ni los cánticos febriles, ni tan siquiera un beso cálido casi adolescente, recibe la merced de permanecer. Por eso, aunque sea al papel y a unos restos pulverizados bajo la hierba de una colina quiero decir, porque ya es tarde: te amo, Angélica. Te amaré siempre.

"Echado está por tierra el fundamento
que mi vivir cansado sostenía.
¡Oh cuánto s'acabó en solo un día!
¡Oh cuántas esperanzas lleva el viento!

¡Oh cuán ocioso está mi pensamiento
cuando se ocupa en bien de cosa mía!
A mi esperanza, así como a baldía,
mil veces la castiga mi tormento.

Las más veces me entrego, otras resisto
con tal furor, con una fuerza nueva,
que un monte puesto encima rompería.
Aquéste es el deseo que me lleva
a que desee tornar a ver un día
a quien fuera mejor nunca haber visto".

Garcilaso de la Vega, Soneto XXVI

(Héctor Otero)

Nota: Carta finalista del I Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor.