sábado, 1 de agosto de 2009 | By: Abril

Carta a Vicente Ferrer


Querido Vicente:

Llevo meses, tres hasta el día que decidiste marchar a investigar que hay más allá, que mi alma y mi mente andan un poco revueltas.

Un buen amigo, ¿sabes?, el que me acompañó a Etiopía, me mandó un sms para avisarme que estabas grave. De pronto mi corazón se encogió, de pronto cada una de tus palabras en nuestra despedida en Anantapur, resonaron en mi cabeza como si acabaras de decírmelas.

Durante tres meses estuve al tanto de tu evolución. Ana, tú querida Ana, contestaba nuestros mensajes, y la Fundación nos mantenía informados. No me parecía justo que tuvieras que sufrir después de todo tu trabajo, después de todos tus desvelos. Por otro lado, pensaba que segúias siendo tú; luchador, rebelde, cabezota, como cuando Lancy y Mónica tenían que arrastrarte a la cama después de un día más, agotador, recibiendo padrinos, atendiendo a todo aquel que quería hablar contigo y te acercabas a nuestro bungalow y te sorprendías porque unos padrinos estuvieran sentados charlando y compartiendo las experiencias en Anantapur.

Durante estos tres meses, he visto montones de iniciativas, para que te dieran el premio Nóbel, para el reconocimiento de la Fundación… Qué injusto me parecía, que hasta hace diez años apenas unos pocos sabían de tu lucha, de tu trabajo y ahora que se preveía el fin, todos quisieran participar de ese final. Pero una vez más recordé tus palabras, no estabas de acuerdo con muchas cosas, lo poco que te gustaban las apariciones públicas, pero si todo conducía a tu fin, que cada pobre tuviera un plato de comida “solo eso” como tú decías, con tu maravillosa ironía, bienvenido sea. Así que, me he unido a esas miles de personas para que al menos la Fundación tenga ese reconocimiento, aunque para todos será tu reconocimiento.

También recordé que a veces el azar, nos lleva a descubrir a las personas, de la manera más inesperada, como te descubrí yo. Confiar en aquello que tu corazón te dice que puede ser bueno, y que luego tienes la suerte de comprobar.

Y llego el día en que decidiste partir. Me sentí sola. Empecé a ojear de nuevo mis fotos contigo, recordé tu mirada y tú abrazo. La sensación inexplicable cuando sin conocernos, sólo mirándonos a los ojos fuiste capaz de describir a mis compañeros de viaje: a mi marido, a mi hermana, a mi cuñado y a mi misma. La de vueltas que di yo y sigo dando a todo lo que me dijiste, ¡Que escribiera un libro!, ¿Un libro? ¿Sobre qué? ¿De qué?. “Tú tienes mucho que contar y más tendrás”, dijiste fijando tus pequeños ojos en los míos. Esa mirada profunda y llena de querer saber.

Me sentí triste por no haber aceptado tu invitación a estar contigo acompañando a los miles de padrinos que llegan a la Fundación cada verano. Pero recordé una vez más tus palabras, “sigue escuchando tu corazón y él te guiará hasta lo que andas buscando”, y me sentí feliz. Sin querer ¿o sí?, mi corazón me ha llevado hasta Etiopía, donde me siento feliz, donde me siento útil en mi inutilidad. Y donde puedo sentir “que un pequeño gesto, puede alcanzar lo imposible”.

Ayer asistí al homenaje que la Fundación quiso brindarte. Fue una tarde especial.

Una vez más a mi lado estaba mi hermana, mi querida hermana, a la que dedicaste las palabras más bonitas, porque adivinaste su extremada dulzura, palabras que me hicieron sentir orgullosa del amor que mis padres han sabido infundir entre todos mis hermanos, tres. Y en esa tarde tan especial, en el altar mi más querida amiga, Ana (como tú Ana) te brindaba su dulce voz, entre notas musicales. Mi Ana, a la que hubiera querido llevar a Anantapur, para que la conocieras y te conociera. Pero las tres estábamos juntas, pensando en ti.

Escuché con desgana a toda la cohorte de representates de la Iglesia, que un día decidieron expulsarte de sus filas, porque no seguías sus mandatos, pero que no pudieron lograr que perdieras tu fe en Dios, sin imponérsela a nadie.

Observé a las ilustres señorías representantes del pueblo, que se olvidaron de asistir a tu entierro en India, esos que tú decías no entender “¿Como yo que no soy nadie y nada tengo, puedo intentar paliar el sufrimiento y ellos, que tienen el poder y pueden hacer y deshacer, no pueden?”.

Miré a los cientos de personas que bajo un calor terrible, se habían acerado hasta Santa María del Mar. No me preocupé en pensar que razones les habían llevado hasta allí, sólo recordé: “No puedes pedir amor, recibes amor por el amor que das”.

Escuché a Jordi, tu sobrino, “¡Como se parece a ti!”. Lo imaginé sentado contigo en la cantina de Anantapur, en tu despacho, en tu casa, en los caminos de la Fundación, que orgulloso tiene que sentirse por tener un tío como tú.

Y Ana, tú Ana, pidió decir unas palabras. Escuchándola, oyéndola, guardando su palabras, sentí que no te has ido, en cada una de sus palabras, en sus gestos pausados, tranquilos y llenos de Paz, te ví a ti.

Dicen que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, creo que estuvísteis juntos todo este tiempo, nunca uno delante del otro, sino juntos y que ella en la sombra, en silencio, en esa revolución silenciosa, se estaba preparando para tomar tu relevo.

Sentí que sin darnos cuenta, con esos pequeños gestos tuyos, nos ibas preparando para cuando te fueras, “para cuando cambiaras de forma”, para que pudieramos seguir.

Marché para casa, con la sensación de que todo está bien, que no pasa nada. Que tú sigues aquí, en cada uno de los que compartimos una mínima parte de tu tiempo en este espacio y en este lugar llamado Tierra.

Hoy, he vuelto a escuchar a Ana y de nuevo, tus palabras me dan la tranquilidad que perdí hace unos meses:

“LO QUE DICE ANA, PODEÍS PENSAR QUE SON MIS PALABRAS”

Ahora, sólo darte las gracias por todo. Por cruzarte en mi vida, por ponerte en mi camino, por compartir tú entusiasmo ante tanto sin sentido. Y decirte que sólo espero, que cuando abandone esta forma, me pueda marchar como tú, orgullosa y llena de amor no pedido.

Gracias por Ganghadevi, por Prameela, por Shiva, y por todas las mujeres de Gunthapalli.

¡Ah! Y da caña ahí arriba para que aquí abajo abramos los ojos…”

(Yolanda...)

Carta abierta a Álex Villoch


Amado Álex:

Nos ha costado mucho decidir si escribíamos esta carta a los mismos medios que hace apenas una semana se hicieron eco de tu muerte. Tras mucho debatir hemos acordado rendirte este homenaje póstumo porque nos parece injusto que la opinión pública, que ha sabido de ti únicamente por tu aparatoso adiós, te identifique como el niño con síndrome de Down que murió en el maletero de un coche en Formentera. Porque has sido infinitamente más que eso.

Lo tuviste todo en contra desde que naciste. Tu primer obstáculo fue una cardiopatía que se resolvió favorablemente a las pocas semanas. Pensamos que ya estabas a salvo. Empezamos a dedicarte toda nuestra atención: estimulación temprana, fisioterapia, natación. Con dieciocho meses conseguiste dar tus primeros pasos y estuviste preparado para empezar a ir al cole. Más tarde llegó la logopedia. Ya desde el principio descubrimos tu sonrisa. En cuanto supiste cómo articularla, que fue muy pronto, te abonaste a ella para siempre.

Jamás fue capaz de borrarla de tus labios la leucemia que te diagnosticaron a los tres años, llena de complicaciones, y que tardaste cuatro en superar, ni el aparato que te viste forzado a llevar por tus problemas de cadera. Ganaste esas batallas con brillantez. No se podía esperar menos de alguien tan fuerte como tú. Estamos seguros de que fue tu sonrisa -otra vez tu sonrisa-, que llegó a resplandecer incluso entre tubos y aparatos, la que impidió que el árbitro pudiera contar hasta diez. Un ejemplo de tu capacidad de lucha contra la adversidad.

Todos los que te conocimos estábamos enamorados de ti. Nos fascinaba -y sigue haciéndolo- tu capacidad para devolver multiplicado todo el amor que te profesamos a pesar de las situaciones extremas a las tuviste que hacer frente. Ya no sólo con tu recurrente sonrisa. También con tus continuas caricias, tus espontáneos abrazos y los incontables piropos que dedicabas a quienes estábamos cerca. Nos diste infinitas lecciones de entereza y fuiste único en poner al mal tiempo buena cara. Has sido el campeón del cariño.

Demostraste, como dejó dicho Machado, que el camino se hace al andar. Eras un experimentado nadador, asistías a clases de música, salías de acampada, jugabas al fútbol, practicabas kárate, danza e incluso yoga. Siempre pendiente de robar un ratito para jugar con el ordenador. Cómo olvidar tu sonrisa cuando descubriste con sorpresa la vida submarina este verano en Formentera a través del cristal de unas gafas de bucear. Protestabas contrariado cuando el mal tiempo te impedía ir a montar a lomos de Kent. Tu curiosidad y tus ganas de aprender siempre fueron insaciables. Fuiste el ojito derecho de todas tus educadoras, el orgullo de tu escuela.

No creas que olvidamos lo gamberrete que siempre fuiste. Aficionado al escapismo, a pegar portazos, a esconderte para darnos sustos, a pasar olímpicamente de bajar de los castillos hinchables, a encerrarte tras cualquier puerta que tuviera un pestillo, a correr por los pasillos del colegio mirando hacia atrás muerto de risa mientras profesores y alumnos te perseguían. Disfrutaste y bebiste la vida a grandes tragos, como un auténtico cosaco.

Últimamente estabas radiante con tus nueve añazos. Más guapo que nunca, totalmente recuperado. Si tiempo atrás hacerte comer y sobre todo masticar exigía agotadoras sesiones, ahora era un placer verte disfrutar con la comida. Pasaste de estar flaco y deslavazado a convertirte en un niño fuerte y sano. Tu sonrisa, ya legendaria, se había impuesto por encima de todo para permitirte alcanzar la plenitud. Quizá por eso la muerte, que tanto te había acechado, decidió que era el mejor momento para llevarte con ella.

«Muere joven el amado de los dioses», escribió el dramaturgo griego Menandro hace 2.300 años. No imaginamos cuánto llegarán a amarte los que se te acaban de llevar. Quizás no tanto como los que aquí quedamos, desolados por tu marcha: familiares, amigos, compañeros, educadores, personal sanitario y todos los que te conocimos, Álex. A cada uno nosotros nos trataste y nos hiciste sentir como alguien especial. Tu sonrisa ha sido un regalo impagable del que sólo hemos podido disfrutar nueve cortísimos años. Gracias por todo lo que nos has dado.

(Familia Villoch Carrión)