lunes, 28 de diciembre de 2009 | By: Abril

La última despedida


Hoy, arañando en las entrañas de mi pasado más presente, te encuentro masticando despedidas.

Te miro y, casi alcanzando un sueño, desapareces, fugaz y rotundo, como el humo del cigarro que ni siquiera me fumo.

Te fuiste, te eché…da lo mismo, pero no estás desde hace tiempo.

Intento tocar tu nombre pero me vuelve el veneno del recuerdo y se me clava tu olor en la memoria.

Intento huir de ese por qué, pero me alcanza y viene ahí, arrasador, un silencio que me grita todo lo que no quiero saber: sí, siguen en mí tus ojos, mirándome mieles, dejándome en la pupila el único sabor dulce que recuerdo de ti.

El fin y por fin…un sin fin de incongruencias y solo una verdad… ya no eres pero existes ahí, en algún rincón de mi vida que no logro recuperar.

Déjame soñar con nada, márchate a aquel lugar oscuro que yo visité primero y permíteme abrazar tu ausencia tan sólo una vez cada mil noches…

Llévate tras de ti tu sabor a anhelo; quiero mirar de frente a la vida y gritarle que ya no te echo de menos…¿mentira?...no sé, pero es lo único que le diré cada vez que me pregunte.

No quiero comparar lo que te quise cada vez que me enamore, porque así jamás dejaría de amarte…

…Exhibías tu triunfo y mi derrota, viril y orgulloso, con las manos manchadas de mis ilusiones rotas, por tanto, ¿a qué esperas? Deja de intentar clavarme el puñal de tu recuerdo…tus ojos mieles solo son algo que ya fue.

Entonces…márchate, o quédate, da lo mismo. Formas parte de una vida alquilada en mi memoria a la que la humedad de tu abandono, pronto desahuciará de mi alma por derribo.

Solo me queda decirte que ya no te amo, es cierto, pero que, tal vez te sigo queriendo…”es tan corto el amor y tan largo el olvido”, que cuando tenga frío, tan sólo tendré que acercar un recuerdo para que prenda, de nuevo, la llama.

(Marta Romo Cáceres)

Esta nunca será una carta de amor


Acaso se quedará en el borde de un quejido, tentando una caricia o atrapada en un recuerdo de tonos plomizos. Poco a poco, irá perdiendo su color e instalándose en un tiempo indefinido, pendiente de ser rescatada de un baúl, donde las instantáneas adquieren ese color sepia que nos moja los ojos. Pretendo decirte que el polvo terminará cubriéndolo todo. Y aún así, ahora mismo, te escribo desde las brasas, sobre las cenizas, frente a la estación calcinada del recuerdo, un paisaje yermo que todavía no anula tu nombre.

Yo sé que el tiempo correrá, que aplastará todo lamento. Sé que terminaré instalándome en otras caricias y otros ojos, que otras miradas harán todo el resto. Lo que ahora me mueva no será el rencor, tu olor terminará siendo un recuerdo inasociable, una constancia leve de lo que un día fue. Estas palabras frágiles serán zarandeadas por el viento, arrancadas de ese tálamo cálido, donde pudimos querernos tantas noches, cuando burlábamos la tiranía de todos los relojes, con esa vocación perpetua que depositamos en las caricias y los besos cuando nos enamoramos. No quisiera asociar el tiempo, con esa falacia triste que termina devorándolo todo. Quisiera ser feliz y que tú seas feliz, si es que los días que restan pueden llegar con esa ilusión eterna que nos llena los ojos. Ahora agarro la esperanza y brindo mi ofrenda y mi futuro a la creencia de que toda experiencia dolorosa nos hace crecer. No habrá intención de quedarme instalado en ese rencor que se nos agarra a las orillas del pantalón y trepa hasta secarnos los ojos. Quisiera que permaneciéramos inmunes a las espinas del tiempo, que no se enquistara la llaga que me quemó las manos, éstas mismas que descendían sobre tu vientre, casi imaginando la vida en sus adentros. Este niño no nacerá. Se quedará esperando, en un lugar y un tiempo indefinidos. Mi simiente deambulará callada, perdida y torpe, temerosa de volver a errar, cobarde y desconfiada de toda experiencia venidera. Es el precio que nos dejan los pequeños fracasos. Quisiera no tener nada más que decir, pero cómo acallar las palabras que nacen de adentro y se precipitan hacia los labios, esos mismos que todavía hoy, te buscan desesperadamente en medio de la noche, con la pátina húmeda que nos deja la costumbre y el jergón tibio que nunca ha de volver. Es precisamente esa constancia la que golpea a veces; cómo esquivar el proyectil que rompe en medio de la frente. Ninguno de los dos hemos de volver ahora a ese instante en el que andamos ya naciendo en forma de recuerdo. Es precisamente el recuerdo lo que nos hace ascender al punto álgido donde la tristeza encuentra fórmulas que invitan al insomnio: entonces se callan las palabras. Me sumerjo en el centro de la oscuridad, me pierdo y hago tabula rasa al dolor, vuelvo a morir y a despertar y de nuevo muero y saco la cabeza en medio del dolor, porque el dolor renace cada vez que el recuerdo se empeña en negar toda razón. Es necesario, al fin y al cabo que sepas que el dolor penetra en mi cuerpo, me debes ese reconocimiento, mi sufrimiento es la tímida venganza que ahora te confieso, por encima de todo raciocinio.


No habrá continuación, ni siquiera un leve gesto que me devuelva tu nombre en medio de este invierno. Descenderé al centro del dolor y volveré a resurgir. De alguna forma pretendo verbalizar el dolor, expurgar mediante la palabra. Una vez fui poeta, ese mismo estúpido poeta, fabricante de sueños, ese al que ahora, el sueño se le seca y se hace sarmiento estéril, el sueño, el sueño, el sueño. Poesía inútil que me quema los ojos, orgullo estéril, consciencia tormentosa de que la lágrima ha de llegar, ese torrente inmenso que podría inundar todos los océanos del mundo. No habrá palabra suficiente que pueda contener la venida del llanto. Te ofrezco mi impotencia como último testimonio, mi vulnerabilidad humana y el reconocimiento del dolor, por encima de todo el dolor, mi dolor presente por encima de la razón. Entre la impotencia y el recuerdo siempre llega el dolor; el dolor y este continuo empeño que busca nombrarlo todo para aniquilarlo todo. Mis palabras piden a gritos un descanso en medio de esta noche, y a la vez se alzan y se me enredan al pecho, y es un dolor antiguo y un desvelo y una caricia que no ha de volver. Ni tú, ni yo, volver a ese lugar donde fuimos felices.

(ANTONIO DE PACO DOMINGO; 2º Premio de "Cartas de Amor y Desamor" de Huétor Vega)
viernes, 13 de noviembre de 2009 | By: Abril

Carta de Despedida


Amada, sé que ninguna de las palabras que iré poniendo en esta carta bastarán para arrancarte este dolor. Pero permitime que me acerque a vos desde la sinceridad de las mismas: en ellas trataré de que este adiós no te deje tan llena de dudas. Sé lo hermoso que ha sido nuestro amor, sé que despoblarás los días al irte de mi vida, sé que me quedaré con el alma hecha trizas. Pero entenderás que nací en el mundo de manera diferente, puesto a perseguir una lejana esperanza que acaso sólo sea una utopía, inalcanzable como tal. Ahora te veré atando cabos, relacionando cosas que te dije con estas que te digo ahora. Querrás acaparar en tu desdicha la razón de nuestra separación, y no podrás hallarle sentido a lo que te digo: nos separa el infinito, nos separa el amor.

No estoy huyendo de los compromisos, pero en cierta forma no estoy de acuerdo en ceñir los sentimientos en esas formas más elaboradas de la prisión que son las relaciones formales. No necesito para amarte que te sepas mi novia, o mi esposa. No me veo yo en esos roles porque la maldición de sentirme un espíritu libre me conduce inevitablemente a la soledad. Lo sé, tercamente voy hacia lo desconocido, y llevo conmigo un corazón que se enamoró de vos y no te olvidará. Pero tus expectativas, amada, son tales, que ya me veo no cumpliéndolas. Una torre de promesas querrás alzar para que no me vaya, y no podrás retenerme porque es mi muerte la que tira de mí. Apenas me deja en paz unas horas, me lleno de sueños imposibles y me imagino en esa casa soñada siendo el papá de tus hijos. Pero regresa, regresa con la angustia y con los azotes de la sobriedad. Las tormentas de mi corazón van a dar contra la serenidad de sus murallas y mi marea se tranquiliza. Salgo del tiempo y veo que nada tendrá sentido si no obedezco a ese llamado, esa voz que me quiere libre, libre de vos y libre de mí.

Me sueño águila sostenida en el aire por los ojos del día. Me sueño delfín en los mares añiles que ningún barco acarició con estelas de espuma y sacudones de proa. Me sueño mariposa transparente en un jardín que se sosiega al crepúsculo mientras se muere un poeta o un valiente. Me sueño en una galaxia remota, con estrellas proféticas anudando mis arterias a esos destinos colosales que uno asociaría con la palabra eternidad. Me sueño lágrima y puente, hombre de alas y hombre de besos, me siento latido rugido entrega risa torbellino mundo. Hay días en que me decías que andaba muy callado, y es porque mi único amo, que es el silencio, tenía sus dedos en mi garganta y hacía huecos en mi ventrículo izquierdo, desde el cual una ventana y un hilo carmesí hacían tirabuzón en mi estrella del oriente. Ahora mismo sé que pensarás que deliro, y sin embargo, lo que acabo de decirte es perfectamente comprensible en el lenguaje que habitualmente manejo con los míos. No. No cometás ese error: no te incluyo entre los míos, y no es porque no te ame, dulzura mía, es porque me refiero a aquellos que están ligados a la verificación de ese destino de libertad del que te hablaba. Vos estás en otra vereda, otro sendero, tus pies de tierra caminan con alborozo los caminos de la tierra, tu belleza luminosa se estremece con la simple alborada, tus manos trabajan el mundo y lo hacen y deshacen sin mayores complicaciones. Nosotros somos como habitantes forasteros, estamos de paso, ninguna casa es la nuestra, ningún árbol nos pertenece, sólo nos cobija el sol y nos consuela la luna, no dejamos huellas porque no somos del tiempo, nuestra patria se extinguió hace milenios, somos errantes y nuestra sangre lleva lava y diamantes, lleva corales, lleva martirios, lleva una venganza que sólo sostenemos como meta trivial para seguir andando, lleva un sueño a cumplir allí donde se rasga el velo del mundo.

Ayer trataba de explicarte un poco cómo era todo esto. Pero noté que se opacaba tu mirada y preferías entretenerte en hacer palomitas de papel con las servilletas. Me dolió pero lo sabía: un día llegaría el día de seguir sin vos. A tu lado fui tan feliz que si pienso en ello, se debilita la voluntad que tendrá que alejarte, y demoraré indefinidamente algo que tarde o temprano sucederá, insistiendo en herirnos y haciendo todo mucho más difícil. No me enamoré de otra mujer, aunque no sería raro en mí dado mi ánimo soñador y mi ocurrente lujuria. Simplemente te dejo porque me siento un guerrero. Mi abuelo (que no es mi abuelo, es mi guía y se llama Zacarías, no se llama Alberto) diría que estoy hablando de más, y tendría razón. Un guerrero no se enreda en tantas explicaciones, eso significa que intento vivir como guerrero y mientras tanto, cierta humanidad que en el fondo es debilidad, me lleva a realizarte alguna que otra confesión. Dirás que soy despiadado: yo me enorgullecería de ello, aunque no concibas lo que te digo. Y al hacerte daño, reviso mis valores y reflexiono seriamente si quiero seguir en este camino. Y sí, me respondo que sí. Que sí. Seguiré porque acaso no tengamos nada más noble que obedecer el grito del destino, esa inasible fuerza que a veces, como vocación, nos lleva de un lado para el otro.

Creemos en el desapego. No significa que siempre lo podamos ejercer con ligereza. Más bien nuestro desapego está hecho de cierta costumbre que tenemos de despedirnos de todo en todo momento. Eso le da un relieve insospechado al presente, pero su precio es la ruptura que no se detiene de todos los atavismos que mal que bien, y como seres humanos, nos dan seguridad. Hay un saboteador en nuestra sangre que continuamente malogra nuestra dicha con su sermón: todo pasará. Y esa misma frase viene en nuestro auxilio cuando un dolor nos ha despedazado: también pasará este dolor. A la luz de esta inobjetable verdad, disfrutamos de todo con la máxima intensidad, pues lo sabemos todo pasajero. Ahora veo pasar nuestros días felices, nuestros besos, nuestras confidencias, tus pechos que parecían hechos para caber en mis manos y en mi boca, la caricia de tus ojos de almendra puestos en los míos y amándome sin saber que un día te dejaría así, sin argumentos que podás considerar de peso, dejando en el abrazo donde antes entraba yo, un espacio sin aire, sin fuego, un recuerdo que ni siquiera quiere insistir en quedarse con vos.

Amada mía, acaso me sigás viendo de vez en cuando. No busqués en mí a ése que te amó hasta hoy. Acongojado y lleno de contradicciones, he acabado hoy con él. He quemado tus cartas de amor, no usaré la ropa que me regalaste, el osito Gastón se lo di a mi hermana, ya no hay fotos nuestras. Lo que fuimos cuatro años ya es sólo un largo sueño maravilloso. Exigencias brutales me sacan de tu lado, algo así como el arte de quedarse liviano significa dejarte, quedar desprovisto de la costumbre de verte, de que estés en tu casa o en tu cama para mí. Permitíte el perdón, no me odiés porque yo no dejaré de amarte jamás. El guerrero se lleva a su siempre todo lo que adoró en la vida, no lo lleva como equipaje o accesorios, lo lleva en su constitución etérea: el guerrero deja el mundo pero está hecho de sus afectos, su tristeza, su voluntad, su hidalguía. Amor de mi vida, en mi sangre estás ahora, nadie usurpará ese sitio, quiero que seas feliz, muy feliz, sin mí.

Tuyo, pero libre, te ama

(De la web: AMOR)
lunes, 5 de octubre de 2009 | By: Abril

Palabras corregidas


Sueños que revelan pausadas madrugadas. Silencios que se esconden entre susurros. ¿Por qué te fuiste? Tú regreso es el mío. Una espera que alarga la sombra de tu olvido, en esta lúgubre estancia que se encarga de darle cobijo. Porque los dos fuimos conscientes de que no fue suficiente. Las rendijas de los cristales rotos fueron su perdición.

Nadie se ha atrevido a quitarlos del medio. Fuimos demasiado cobardes para enfrentarnos a su recuerdo. En él, nos reflejábamos. En él, éramos lo que nunca desearíamos haber sido. Prisioneros de nuestros estúpidos actos célibes.

Aquellos excesos verbales sin vuelta atrás. El sin perdón del perdón. El vivir sin vivir. El trasnochar por ti. ¿Acaso no lo ves? ¿Acaso no lo aprecias? El vestigio de lo escrito te tiene que alcanzar allá en donde estés. No me sigas maltratando con tú sucio desaliento. Conoces a la perfección mi sufrimiento. Siempre fuiste la luz del espejo en plena soledad. La que sabía que la última gota en colmar un vaso lo puede llegar a romper.

Como así fue. Ahí sigues, mirándome con los ojos gélidos del rencor. Vuelve, regresa de una maldita vez para que mi pesada conciencia pueda al fin descansar.

El sueño me vence. Otro día que amanece sin ti. Al otro lado del pasado se van mis escasas esperanzas. Ninguno de los dos puede pensar en otra noche más de pensamientos baldíos.

¿Por qué no llamar? ¿Por qué el eco del silencio habla por ti? ¿Por qué el engaño nos pertenece?

Porque nos odiamos. Sencillamente por eso. Nos odiamos, y solamente tú lo supiste ver a tiempo. Por eso te quiero, Sara.

(De la red)
miércoles, 30 de septiembre de 2009 | By: Abril

¿Y ahora qué?...


… ¿Y ahora qué?... ahora que hemos rozado el límite con los labios, las manos, el cuerpo…ahora que nos avergonzamos de lo ya hecho porque con hechos hemos recorrido el camino que no nos atrevíamos a hablar…
…¿Ahora qué? a jugar a ser idiotas, a que todo sigue igual y que el ayer simplemente no fue; se desvaneció cuando nos dimos cuenta, porque quizá ambos lo soñamos o lo inventamos despiertos…
…¿Por qué ahora? ¿Cómo atrevernos a tocarnos, a mirarnos, a sentirnos? Si somos cómplices fortuitos de un descuido de verdad…
…¿Y la solución?... ¿Más tiempo al tiempo? A esperar que no se nos acelere el reloj antes de hora y vivamos nuevamente la extraña situación de unos segundos por adelantado, para quizá vivir otra vez lo vivido y no paralizarnos ni por lo sentimientos ni por lo que acabamos de descubrir…

No puedo, lo siento, pero no puedo…el tiempo se me escapó entre los dedos, me voy. Me voy sin más, y conmigo se va todo lo que he ido guardando en silencio…me inventaría un nuevo idioma para intentar explicarte de alguna forma más adecuada lo que produces en mí, para decirte sin tanto preámbulo y con más dedición todo lo que escondo, para gritártelo con rabia, sin remordimientos ni vergüenza, pero si ese idioma lo hablo solo yo, nunca podrás entenderme; y me temo que tampoco harías el intento de aprenderlo, porque temes a lo desconocido y lo incierto que puede ser amar…

Me voy y conmigo se va esa parte de mi que solo te corresponde a ti, esa parte de mí que es completamente tuya, esa parte de mí que se hizo tan grande que necesito lazarla al mar a ver si se ahoga…es triste pesar que el amor es triste, pero es más aún sentirlo así, sentirlo desgastado antes de empezar, sentir cómo se encoge apesadumbrado ante la inseguridad, observar como se intenta apagar porque tiene demasiado miedo a producir una fogata, miedo a dar la cara y a ser escuchado; porque tu y yo nos escondemos tras máscaras forjadas por nosotros mismo y por nuestros propio, duro y conciente trabajo…¡Qué triste!

Ya no puedo más, estoy gobernada por la impotencia de vernos a ambos dejar pasar sueños secretos… es esta impotencia la que me lleva a escribirte, a actuar sin pensar de una vez por todas… ¿por qué dejas que sea yo quien de el primer paso? Si el miedo que tengo y el vértigo que siento al rozarte no son menos que el tuyo propio cuando te toco suavemente…

Sabes que has dejado tus pasos marcados en mí, solo espero que se conviertan en huellas en la arena y que algún día no muy lejano suba tanto la marea que no quede rastro ni sospecha de hoy, de anoche y de los últimos momentos contigo.

Adiós, me despido yo (quién sino)

PD: lo siento, aún no he acabado con toda la verdad que me inundaba y con la última gota de ella quiero que sepas que aunque pretendo olvidarte y cerrar la puerta que alguna vez me llevó hasta ti, albergo la secreta esperanza que después de esto me busques, me encuentres y me hagas olvidar lo mal que se siente amarte en silencio…
Espero aprendamos a amarnos sin más…ahora que por fin te amo al descubierto…

(Magdalena Oporto; Carta premiada en el VI Certamen de Cartas de Amor y Desamor “Pedro Salinas y Margarita Bonmatí”)

Querida Isabel


Querida Isabel:

Ha pasado ya un año y de veras que durante todo este tiempo he intentado asumir tu ausencia. He aprendido a dibujarte de memoria, a tocarte de memoria, incluso a quererte de memoria. Pero es en las tardes oscuras de este frío invierno cuando tu recuerdo se hacer más presente y veo tu rostro reflejado en las paredes de mi cuarto, ahora vacío y silencioso, como si tu voz me susurrase al oído que ha llegado el momento de volver a soñar.

Nada consigue arrancarme de la mente tu imagen, tus grandes ojos verdes observándome, tan expresivos, tan llenos de bondad. Pero sé perfectamente que nada es real, que por mucho que trate de despertar por la mañana con ánimo de abrazarte, jamás lograré acercarme a la ilusión de tu cuerpo, de tu mirada.

En más de una ocasión he llegado a pensar que me estoy volviendo loco, pero en vez de miedo o frustración solo siento incredulidad, puesto que al llegar al trabajo y encontrarme con la misma gente de siempre, descarto la idea de una posible pérdida de juicio, a pesar de que Isabel, mi querida Isabel, intentes demostrarme lo contrario con tu extraño poder sobre mi mente, sobre mi alma...

La casa está hoy más fría que nunca, sin el calor ni el ruido de los niños. Mientras espero a que regresen, sigo escribiendo esta carta, que como todas las demás, acabará guardada en tu caja verde, sin que jamás llegue a ser abierta. Te escribo, aunque resulte realmente complicado concentrarse en ello cuando hace tan sólo unas horas he vuelto a despertar con la angustia pegada a las sábanas y la inquietud adherida a los labios. He soñado de nuevo contigo, y esta vez todo parecía más auténtico que nunca, yo parado en la nada sin poder mover un solo músculo, tú sonriente y hermosa, mirándome fijamente.

Ven conmigo, repites siempre, como si semejante enunciado, suspendido entre la súplica y la exhortación, pudiese evocar algún poder ineludible.

Supongo que mi vida sería mejor sin tu reflejo escondido en los espejos, pero es mi “otro yo” el que se niega a aniquilar de una vez por todas, tan inquietante producto de esta mente agotada. A veces me río de mi propia paranoia, pero otras creo incluso sentir tu presencia tangible y real llenándolo absolutamente todo, caminando con tranquilidad por los rincones infinitos de mi cuarto...

Isabel, mi dulce Isabel. El tuyo es sin duda un nombre hermoso, una melodía singular que parece salir de debajo de mi cama y me hace sentir como en un sueño sin final, que queda abierto siempre para repetirse incansablemente cada nueva noche, en cuando a mis ojos les vence la necesidad del descanso y el sosiego. Ojalá pudiera desprenderme de tu ambigua influencia...

A veces, sólo la rutina diaria consigue sacarme de este estado inexplicable y, ahora que oigo que alguien está abriendo la puerta, consigo recordad que es Navidad. Ya casi había olvidado que mañana, cuando vuelva a despertar – pensando, seguro, en tí- me hallaré en 2006. Pasa tan rápido el tiempo...

Ven conmigo, me susurraste. A pesar de lo confuso del sueño, estoy absolutamente convencido de que es esa frase la que pronunciaron tus dulces y finos labios. Eras tú. No podías ser más que tú.

Sintiendo que las manos me temblaban sin control, como si repentinamente estuviese viéndome a mí mismo en una película, levanté ligeramente la mirada pero ya no estabas en el mismo lugar, sino que habías echado a andar por la acera, deprisa, dándome la espalda. ¿Dónde ibas? Cómo es posible que pretendieras marcharte ahora que por fin te había recuperado... Dispuesto a seguirte, me dirigí a cruzar la calle al tiempo que vi como tu figura comenzaba a confundirse entre la gente que caminaba calle abajo...

¡Isabel!

Oí mi voz gritar al vacío, avanzando hacia la carretera, pero tú ni siquiera te volviste.

Súbitamente, sonó un pitido que llenó todo el silencio, arrancándome con la brusquedad de lo inesperado, algo más que la contemplación de tu imagen ausente... Giro la cabeza y... ese maldito coche otra vez.

Una señora se detiene espantada en medio de la acera. Antes de echarse a gritar, se tapa la boca con las manos en un acto reflejo, sin poder remediar la impresión que le produce el choque frontal de aquel coche contra una joven que sale despedida por los aires para quedar después tendida sobre el asfalto.

Entonces puedo ver mi rostro, ese mismo rostro que te seguía sólo unas décimas de segundo antes... rostro soñador que no sabe despertar a tiempo...

Te echo tanto de menos, Isabel.

Con todo mi amor.


Fdo. PERCEVAL.

(Ismael González González; Finalista en el I Certamen de cartas de amor de Villanueva de la Serena)

El olor de las pipas


Im dorique roma, o lo que es lo mismo, Mi querido, querido amor.

Con el paso del tiempo me distraje. Así es. Durante lo que parece un momento que en realidad ha durado algo más de 50 años, imagínate 50, no había vuelto a pensar en ello. No había vuelto ni a recordarlo. Lo que es la vida...

Esa misma vida que ha ido difuminando algunos de mis rasgos, como el candor en mi mirada, o la chispa de la espontaneidad... y que en cambio ha acentuado otros, me ha dibujado arrugas aquí o allá, me ha pintado oscuras manchas en las manos, ha esparcido finas pinceladas blancas por mi melena cobriza. Y si, ya lo ves, contesto a tu pregunta, me sigue apasionando la pintura, tanto como entonces, como hace 50 años.

Pero los años me han envejecido, como a todos, han llenado mi casa de hijos y nietos, y han ido escondiendo poco a poco, los recuerdos antiguos en blanco y negro, tras otros más nuevos a todo color. Pero ahora sé que seguían ahí, ahí detrás, callados, agazapaditos esperando su turno, aunque yo no hubiera vuelto a pensar en ellos...

Hasta el día que me encontré con aquel sobre apaisado entre mi correspondencia atrasada, medio escondido entre los habituales de bancos, centros comerciales y propagandas varias. ¿Sabes? hacía mucho tiempo que no me escribía nadie, por eso me extrañó aquella carta particular con el sobre abierto; recordé que mi hija me había comentado algo semanas atrás de una nota ilegible... la verdad es que no le habíamos dado ninguna importancia, ocupadas en ese momento en cuestiones cotidianas que acaparaban nuestra atención mas urgente. El pobre sobre, abandonado, se había ido quedando al final del bloque de correspondencia por revisar y fueron, lentamente, transcurriendo los días.

Pero aquel día miré de nuevo el remite, no tenía, extrañada volví sobre aquella caligrafía desconocida, pequeña y apretada, cuyos rasgos azules resaltaban sobre el papel de color crema, por cierto, pensé, de excelente calidad.

Saqué cuidadosamente la nota de su interior y leí:

Im darique gamia,

Ah dosapa totam poemti... ¿Moco tases? En riatagus chomu tever, euq em rastacom euq ah dosi de it. Et domam sim ñasse

Rop vorfa, macabús.

un sobe,

Masto.

No entendí nada, nada de nada, volví a releerla por segunda vez, esta vez más despacio, mucho más despacio, pero tampoco la entendí. Y estaba con ella aún entre las manos, cuando llegaron mi hija y su familia, y creo que más o menos fue así como pasó:

Hola mamá, ¿qué haces?

No sé hija, creo que nada en realidad. ¿Te acuerdas de aquella carta que me comentastes, aquella ilegible que no se entendía...?

Si, claro; ¿Todavía anda por aquí...? Tirala mamá, no te compliques la vida, sino se entiende nada...

Pues sí hija, la verdad es que llevo un rato con ella y no la entiendo, por más que la releo una y otra vez, no consigo aclararme...

En ese momento, entraron mis nietos a darme un beso...

Laho taliebue, ¿Moco tases?

Me quedé mirándolos sorprendida...

No les hagas caso mamá, ahora les ha dado por hablar del revés...

Al revés pensé, hablando al revés... eso es... y fue entonces Tomás, entonces, cuando hasta mí desde muy, muy lejos llegó un olor familiar, entrañable, maravilloso y mágico: el olor de las pipas...

¡Eso es! ¡está al revés! Dije por fin. Y entonces volviste a mi vida.

Mi querido, querido Tomás.

Sé que mis labios dibujaron una sonrisa, una sonrisa dulce y enorme, y mis ojos, si los vieras ahora, surcados de finas arrugas, por unos momentos dejaron de ver a mis nietos para ver a otros dos niños, más o menos de la misma altura, más o menos de la misma edad; ella, con el color de mis ojos y una mirada cándida; él pecoso y espigado. Ella, con su melena cobriza, larga y lisa hasta la cintura; él, tú, mi Tomás, otra vez sonriéndome pícaramente con las manos llenitas, llenitas de pipas... ¡Ay! aún tengo el corazón encogido...

Después acaricié con suavidad la carta y una vez más saqué con mucho cuidado la nota de su interior, y entonces, fui leyendo poco a poco, ordenando las palabras:

Mi querida amiga,

Ha pasado tanto tiempo... ¿Cómo estás?. Me gustaría mucho verte, que me contaras que ha sido de tí. Te mando mis señas.

Por favor, búscame.

Tomás.

Y el resto puedes imaginártelo, cogí papel y lápiz, y muy despacio, fui volviendo cada palabra del revés, del final al principio, dándole poquito a poco vuelta a la vida. Al principio me costaba mucho esfuerzo, habían sido muchos años sin entrenar, pero poco a poco, me fui animando, fue cogiendo carrerilla, y aquí me tienes...

Otra vez dando y dando vuelta a las palabras, poniendo mi vida patas arriba, volviéndola del revés para retomarla dónde nos distrajo, 50 años atrás, y pedirte de nuevo pipas mi querido Tomás:

Masto, gavén, medá nasu caspo. ¿ O es que otra vez, te las vas a comer todas sin mí...?

Fdo. Tusitala.

(Rocío Díaz Gómez; Carta ganadora del I Certamen de cartas de amor de Villanueva de la Serena)
martes, 29 de septiembre de 2009 | By: Abril

La Revelación


Querido Roberto:

Una tarde de diciembre del año pasado, te vi en una entrevista de TV sobre trasplantes de corazón. Roberto Durán, aquel joven inconformista, mi compañero de estudios, mi amor platónico y que siempre quiso ser médico, es ahora cardiólogo y tiene el pelo canoso. Sigues teniendo el mismo encanto. No puedes imaginar la gran satisfacción que siento al saber que conseguiste tu objetivo en la vida. Te conocí por el nombre en el subtítulo de la pantalla. Aún sigues conservando tu voz lenta y esa mirada tranquila que parece un lago donde de un momento a otro aparecerán los cisnes. Investigué en Internet y por fin hallé la dirección de tu consulta. He dudado mucho antes de escribirte porque no estoy seguro de que te guste saber de mí y porque te voy a revelar algo que ahora quiero compartir contigo.

Aquella tarde en la TV, mientras hablabas, volví a recordar tu brillante oratoria como si fuera ayer, aunque han pasado más de 40 años desde que dejamos el internado católico a los 16 años. La excitación que me producía tu mano al felicitarme cuando sacaba buenas notas y cómo me esforzaba para que te sintieras orgulloso de mí o ser yo el elegido para sentarme a tu lado en las clases de matemáticas por mi sabiduría y rozar mis piernas con las tuyas de forma casual, eso Roberto no se me olvidará nunca.

Me gustaban tus gafas ahumadas y tu voz suave como el talco y ese flequillo rubio que te caía por la frente como ramas de sauce… estabas guapísimo. Vestías muy elegante con aquella chaqueta oscura y tu camisa blanca con el primer botón desabrochado. Yo siempre llevaba un jersey azul descolorido y unos pantalones grises de saldo, pero no me avergonzaba. Tu caligrafía era perfecta, la mía era horrible y me lo reprochabas continuamente. Partía por la mitad los caramelos "sacis" que calmaban tu tos persistente y te daba el trozo más grande, te hacía los deberes de matemáticas que tan mal genio te ponían y lo que no sabes, Roberto, es que soñaba tanto contigo que no creía que fueras real. Al amanecer me levantaba y me iba a tu cama a verte dormir. Abría un poco la contraventana para poder apreciar tu cara y permanecía de pie a tu lado hasta un poco antes de que el cura de turno tocara el silbato para levantarnos. Te arropaba muy despacio para no despertarte y algunas veces rocé mis labios sobre tu mano apoyada en la almohada. Para que los demás chicos no sospecharan, llevaba un cuaderno para dejártelo en la mesilla por si acaso alguien o tú me descubría. No hizo falta dejarlo nunca. Tuve suerte y regresé siempre a mi cama antes de que nadie se diera cuenta. Te hubiera dado un beso en esos labios carnosos semiabiertos que quitaban todos los pecados pero te despertarías. Me apetecía meterme en tu cama, abrazarme a ti y enroscar mis muslos, con pelillos incipientes, a los tuyos limpios de bello y de color marfil y que me moría por acariciar.

Una noche, cuando todos dormían, me deslicé de madrugada agazapado entre las camas del dormitorio comunitario, me metí debajo de tu cama y me quedé tumbado en el suelo boca arriba. Pasé horas acariciando el colchón entre los alambres del somier tocando con la punta de los dedos la deformidad ovalada que tenía el colchón al abrazar tu cuerpo. Inventando mil palabras de amor, pintando iniciales en el aire e imaginando mil diabluras juntos, llegué a mojar mi mano y luego me adormecí. Lo repetía cuando la fuerza del amor me quemaba por dentro.

Me las arreglaba para jugar al fútbol de defensa y contra ti, así en pantalón de deporte podía ir a quitarte el balón, regatear y chocar mis piernas con las tuyas desnudas, tocarte la cintura esporádicamente o abrazarte en la disputa del balón o estampar mi sexo contra cualquier parte de tu cuerpo cuando te atacaba o incluso rodar por el suelo los dos medio agarrados. Nadie se enteró nunca de mi pasión por ti. Tú tampoco. Ni los curas lo sospecharon jamás. Me hubieran expulsado del colegio por degeneración mental y conducta pecaminosa y tal vez tú hubieras sido objeto de burla. Sólo un cura en el confesionario me preguntó si había tenido tentaciones con chicos y dije que sí. Me preguntó que con quién y al mencionar tu nombre me dijo que me alejara de ti, que eras un peligro para mi salvación eterna. No entendí nunca por qué amar a alguien del mismo género fuera pecado pero no lo era amar a un hombre Santo.

Durante los dos años que compartimos curso y hasta nuestra separación definitiva, soporté con increíble dolor no ver en tus ojos un destello de ternura, ni un gesto de amor hacia mí, aunque me agradecieras lo que hacía por ti y que según tú, era un buen compañero. La pena de saber que te perdía para siempre cuando me enseñaste la foto de la chica que te traía loco, no cambió mis sentimientos, ni la edad, ni otros enamoramientos que no llegaron a ahogar el mío por ti. Conmigo eras amable y me ayudabas a coserme botones, encuadernar libros, hacer la cama y me dabas alguna moneda. También arreglabas la correa metálica de mi reloj que siempre estaba desbaratada. Ver esa manipulación de la correa, me ponía la carne de gallina. Y cuando me ponías el reloj, parecía que tu sangre iba a circular por mis venas. Pero nunca te diste cuenta que me hervían las terminaciones nerviosas cuando me rozaba tu piel.

Han pasado muchos años, pero te sigo queriendo y no he conseguido olvidarte ni aún casándome. Tú eres mi verdadero amor, tanto que aún conservo un pañuelo blanco a rayas azules que te robé de la maleta y me aseguré que tendría tu olor extendiéndolo bajo la sábana de tu cama una tarde que me quedé solo en el dormitorio simulando un dolor de estómago. Lo retiré una semana después. Tampoco te enteraste. El pañuelo y una carta al poco de finalizar los estudios de bachiller, en la que me decías que no querías perder mi amistad, es lo que me ha hecho seguir vivo. Aunque perdimos el contacto porque estabas enamorado de aquella chica de la foto que llevabas en la cartera, esa última carta la leo cada 26 de junio, día que te vi por última vez a los 16 años, y aspiro el aire y tus hormonas jóvenes a través de aquél pañuelo robado. Y para que no se me olvidara tu rostro, arranqué de la revista anual del colegio, tu foto que conservo en el mismo sobre que la carta, junto con el trozo de esparadrapo que me pusiste encima de la verruga que me arranqué del Brazo.

Ahora te dedicas a sanar corazones. Es una ironía del destino o tal vez un castigo del cielo como diría algún cura del colegio, el que tú seas cardiólogo y mi corazón esté enfermo de ti y no lo puedas curar siendo tú el único médico que podría alargarle la vida. Cuando salí del colegio descubrí que el infierno no está donde nos dijeron sino en no poder amar a quien amas porque el amor está comprometido; en no alcanzar su distancia porque es infinita y el saber que nunca habrá respuesta a ese amor porque al que amas no lo sabe y si lo supiera sentiría rechazo. Te sigo queriendo como entonces Roberto. Supongo que no querrás verme y te preguntarás que a qué viene esto de contarte mis intimidades como si fueras mi confidente y después de tantos años declararte mi amor. La respuesta es que tus colegas han puesto fecha de caducidad a mi vida, y quiero que sepas que te quiero tanto que este corazón que ni tú puedes salvar y que siempre fue tuyo, cuando dé su último latido, ese será para ti solo. Guárdalo… ya no podré darte otro.


Jorge Barmín

(Pedro A García Zanón; Carta ganadora del III Concurso Internacional de Cartas de Amor San Valentín)

Teoría para un Adiós


Te escribo porque no estás, es obvio.
Te escribo porque es opio el papel y llama la pluma que enciende estas letras con que trato de aliviar mi soledad.
La vida en Roma es muy diferente a la de ahí, pero ya sabes, para mí lo más extraño es siempre vivir en mí, aquí o allí.
No te describiré mis días para no descubrir que son noches. Aunque lleve aquí poco tiempo —¿Cuánto? ¿7 meses? ¿Tres semanas? ¿Una eternidad? ¿Una nada?— son tantos los cambios que ya no me reconozco en el espejo del pasado —¿te quise o te quiero? ¿Grao? ¿Roma? ¿Grao? ¿el pasado o el presente? ¿el verano o el Infierno?— . Aunque a los relojes les parezca poco tiempo, yo he tomado ya algunas determinaciones importantes para mí, no para los relojes, que te quiero contar.
La primera, OLVIDARTE. No es posible el amor en la distancia.
La segunda, abandonar la poesía. Es una actividad sin sentido hoy en día, una pérdida de tiempo, una cárcel de palabras, mentiras que suenan bien, un vertedero, una escombrera, una montaña de miedos, una casa en ruinas pintada de colores sólo para ti… Por eso he decidido dedicarme a un oficio con futuro: la CIENCIA. Por supuesto que no estoy dispuesto a devanarme los sesos estudiando la reproducción esporádica de los radicales-libres, ni el hipotético origen de la superioridad del Homo-aparentis sobre el Dudantis-hominidus, NO. Me dedicaré al estudio de algo importante, humano y a la vez científico, resolveré enigmas milenarios con nuevas técnicas objetivas, le aplicaré el método a todos los antiguos misterios y para ello he empezado con el mayor de todos. El beso.
Te envío mi 1ª TEORIA, Categorial y Definitiva, porque tú fuiste la clave para mis descubrimientos y el experimento mismo del cual obtuve todas las premisas que ahora conforman esta teoría. Te incluiré en los agradecimientos del libro, si se publica algún día, pero quería también que fueses tú la primera en ver resuelto este, hasta ahora, gran enigma para la humanidad: EL BESO.
Adiós, Amor, aquí tienes mi última carta, mi primera teoría, y mi beso definitivo,

TEORÍA BESO A BESO
CAPÍTULO 1. (DEFINICIÓN).
Un beso es un escalofrío que da calor.
CAPÍTULO 2. (EL ESPACIO).
Cada beso es un mundo y sin embargo cabe en el leve roce de los labios.
CAPÍTULO 3. (EL TIEMPO).
Tus besos dividen en dos el tiempo. Hay un antes pero desaparece. Existe un después pero no importa.
CAPÍTULO 4. (Indicios)
Resulta sencillo comprobar la presencia o cercanía de tus besos:No hay nubes en el cielo. La Luna está llena de deseo. Quedan restos de estrellas en los labios.
CAPÍTULO 5.
(LA ELECTRICIDAD)
Tus besos tienen una carga positiva que entra por la lengua viaja en la saliva y enciende cada poro de mi piel.
CAPÍTULO 6. (GÉNESIS)
Tus besos son un Big-Bang:Explotan, se expanden, inventan un nuevo mundo.
CAPÍTULO 7. (Axioma)
Cada nuevo beso es infinitamente más intenso.
CAPÍTULO 8. (Axioma)
Besarte es reinventar el beso a cada instante.
CAPÍTULO 9 (EL MILAGRO).
Tus besos permiten ver con los ojos cerrados, sentir fuera del tiempo,apretar en un puño el silencio, exprimir cada instante hasta sacarle el jugo.
CAPÍTULO 10 (Proporciones)
El miedo es inversamente proporcional al número diario de besos.
CAPÍTULO 11.
(Cálculo aprox.)
Tus besos dividen por dos el tiempo pero multiplican por mil las sensaciones es decir,cada vez que nos besamos el mundo se hace quinientas veces más grande.
CAPÍTULO 12.
Tus besos tienen una Corteza formada con leves roces,un Manto de aliento divisible en dos labios y un Núcleo, un centro ardiente hecho de luz en lo oscuro; lasciva ternura humedal donde nace el mundo...
CAPÍTULO 13. (CONCLUSIÓN)
Si el mundo se desintegrase y tú ya no existieses y yo tampoco en el vacío suspendidos quedarían nuestros besos.

(Carlos Granda Busto; Carta ganadora del I certamen de Cartas de Amor San Valentín)
sábado, 1 de agosto de 2009 | By: Abril

Carta a Vicente Ferrer


Querido Vicente:

Llevo meses, tres hasta el día que decidiste marchar a investigar que hay más allá, que mi alma y mi mente andan un poco revueltas.

Un buen amigo, ¿sabes?, el que me acompañó a Etiopía, me mandó un sms para avisarme que estabas grave. De pronto mi corazón se encogió, de pronto cada una de tus palabras en nuestra despedida en Anantapur, resonaron en mi cabeza como si acabaras de decírmelas.

Durante tres meses estuve al tanto de tu evolución. Ana, tú querida Ana, contestaba nuestros mensajes, y la Fundación nos mantenía informados. No me parecía justo que tuvieras que sufrir después de todo tu trabajo, después de todos tus desvelos. Por otro lado, pensaba que segúias siendo tú; luchador, rebelde, cabezota, como cuando Lancy y Mónica tenían que arrastrarte a la cama después de un día más, agotador, recibiendo padrinos, atendiendo a todo aquel que quería hablar contigo y te acercabas a nuestro bungalow y te sorprendías porque unos padrinos estuvieran sentados charlando y compartiendo las experiencias en Anantapur.

Durante estos tres meses, he visto montones de iniciativas, para que te dieran el premio Nóbel, para el reconocimiento de la Fundación… Qué injusto me parecía, que hasta hace diez años apenas unos pocos sabían de tu lucha, de tu trabajo y ahora que se preveía el fin, todos quisieran participar de ese final. Pero una vez más recordé tus palabras, no estabas de acuerdo con muchas cosas, lo poco que te gustaban las apariciones públicas, pero si todo conducía a tu fin, que cada pobre tuviera un plato de comida “solo eso” como tú decías, con tu maravillosa ironía, bienvenido sea. Así que, me he unido a esas miles de personas para que al menos la Fundación tenga ese reconocimiento, aunque para todos será tu reconocimiento.

También recordé que a veces el azar, nos lleva a descubrir a las personas, de la manera más inesperada, como te descubrí yo. Confiar en aquello que tu corazón te dice que puede ser bueno, y que luego tienes la suerte de comprobar.

Y llego el día en que decidiste partir. Me sentí sola. Empecé a ojear de nuevo mis fotos contigo, recordé tu mirada y tú abrazo. La sensación inexplicable cuando sin conocernos, sólo mirándonos a los ojos fuiste capaz de describir a mis compañeros de viaje: a mi marido, a mi hermana, a mi cuñado y a mi misma. La de vueltas que di yo y sigo dando a todo lo que me dijiste, ¡Que escribiera un libro!, ¿Un libro? ¿Sobre qué? ¿De qué?. “Tú tienes mucho que contar y más tendrás”, dijiste fijando tus pequeños ojos en los míos. Esa mirada profunda y llena de querer saber.

Me sentí triste por no haber aceptado tu invitación a estar contigo acompañando a los miles de padrinos que llegan a la Fundación cada verano. Pero recordé una vez más tus palabras, “sigue escuchando tu corazón y él te guiará hasta lo que andas buscando”, y me sentí feliz. Sin querer ¿o sí?, mi corazón me ha llevado hasta Etiopía, donde me siento feliz, donde me siento útil en mi inutilidad. Y donde puedo sentir “que un pequeño gesto, puede alcanzar lo imposible”.

Ayer asistí al homenaje que la Fundación quiso brindarte. Fue una tarde especial.

Una vez más a mi lado estaba mi hermana, mi querida hermana, a la que dedicaste las palabras más bonitas, porque adivinaste su extremada dulzura, palabras que me hicieron sentir orgullosa del amor que mis padres han sabido infundir entre todos mis hermanos, tres. Y en esa tarde tan especial, en el altar mi más querida amiga, Ana (como tú Ana) te brindaba su dulce voz, entre notas musicales. Mi Ana, a la que hubiera querido llevar a Anantapur, para que la conocieras y te conociera. Pero las tres estábamos juntas, pensando en ti.

Escuché con desgana a toda la cohorte de representates de la Iglesia, que un día decidieron expulsarte de sus filas, porque no seguías sus mandatos, pero que no pudieron lograr que perdieras tu fe en Dios, sin imponérsela a nadie.

Observé a las ilustres señorías representantes del pueblo, que se olvidaron de asistir a tu entierro en India, esos que tú decías no entender “¿Como yo que no soy nadie y nada tengo, puedo intentar paliar el sufrimiento y ellos, que tienen el poder y pueden hacer y deshacer, no pueden?”.

Miré a los cientos de personas que bajo un calor terrible, se habían acerado hasta Santa María del Mar. No me preocupé en pensar que razones les habían llevado hasta allí, sólo recordé: “No puedes pedir amor, recibes amor por el amor que das”.

Escuché a Jordi, tu sobrino, “¡Como se parece a ti!”. Lo imaginé sentado contigo en la cantina de Anantapur, en tu despacho, en tu casa, en los caminos de la Fundación, que orgulloso tiene que sentirse por tener un tío como tú.

Y Ana, tú Ana, pidió decir unas palabras. Escuchándola, oyéndola, guardando su palabras, sentí que no te has ido, en cada una de sus palabras, en sus gestos pausados, tranquilos y llenos de Paz, te ví a ti.

Dicen que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, creo que estuvísteis juntos todo este tiempo, nunca uno delante del otro, sino juntos y que ella en la sombra, en silencio, en esa revolución silenciosa, se estaba preparando para tomar tu relevo.

Sentí que sin darnos cuenta, con esos pequeños gestos tuyos, nos ibas preparando para cuando te fueras, “para cuando cambiaras de forma”, para que pudieramos seguir.

Marché para casa, con la sensación de que todo está bien, que no pasa nada. Que tú sigues aquí, en cada uno de los que compartimos una mínima parte de tu tiempo en este espacio y en este lugar llamado Tierra.

Hoy, he vuelto a escuchar a Ana y de nuevo, tus palabras me dan la tranquilidad que perdí hace unos meses:

“LO QUE DICE ANA, PODEÍS PENSAR QUE SON MIS PALABRAS”

Ahora, sólo darte las gracias por todo. Por cruzarte en mi vida, por ponerte en mi camino, por compartir tú entusiasmo ante tanto sin sentido. Y decirte que sólo espero, que cuando abandone esta forma, me pueda marchar como tú, orgullosa y llena de amor no pedido.

Gracias por Ganghadevi, por Prameela, por Shiva, y por todas las mujeres de Gunthapalli.

¡Ah! Y da caña ahí arriba para que aquí abajo abramos los ojos…”

(Yolanda...)

Carta abierta a Álex Villoch


Amado Álex:

Nos ha costado mucho decidir si escribíamos esta carta a los mismos medios que hace apenas una semana se hicieron eco de tu muerte. Tras mucho debatir hemos acordado rendirte este homenaje póstumo porque nos parece injusto que la opinión pública, que ha sabido de ti únicamente por tu aparatoso adiós, te identifique como el niño con síndrome de Down que murió en el maletero de un coche en Formentera. Porque has sido infinitamente más que eso.

Lo tuviste todo en contra desde que naciste. Tu primer obstáculo fue una cardiopatía que se resolvió favorablemente a las pocas semanas. Pensamos que ya estabas a salvo. Empezamos a dedicarte toda nuestra atención: estimulación temprana, fisioterapia, natación. Con dieciocho meses conseguiste dar tus primeros pasos y estuviste preparado para empezar a ir al cole. Más tarde llegó la logopedia. Ya desde el principio descubrimos tu sonrisa. En cuanto supiste cómo articularla, que fue muy pronto, te abonaste a ella para siempre.

Jamás fue capaz de borrarla de tus labios la leucemia que te diagnosticaron a los tres años, llena de complicaciones, y que tardaste cuatro en superar, ni el aparato que te viste forzado a llevar por tus problemas de cadera. Ganaste esas batallas con brillantez. No se podía esperar menos de alguien tan fuerte como tú. Estamos seguros de que fue tu sonrisa -otra vez tu sonrisa-, que llegó a resplandecer incluso entre tubos y aparatos, la que impidió que el árbitro pudiera contar hasta diez. Un ejemplo de tu capacidad de lucha contra la adversidad.

Todos los que te conocimos estábamos enamorados de ti. Nos fascinaba -y sigue haciéndolo- tu capacidad para devolver multiplicado todo el amor que te profesamos a pesar de las situaciones extremas a las tuviste que hacer frente. Ya no sólo con tu recurrente sonrisa. También con tus continuas caricias, tus espontáneos abrazos y los incontables piropos que dedicabas a quienes estábamos cerca. Nos diste infinitas lecciones de entereza y fuiste único en poner al mal tiempo buena cara. Has sido el campeón del cariño.

Demostraste, como dejó dicho Machado, que el camino se hace al andar. Eras un experimentado nadador, asistías a clases de música, salías de acampada, jugabas al fútbol, practicabas kárate, danza e incluso yoga. Siempre pendiente de robar un ratito para jugar con el ordenador. Cómo olvidar tu sonrisa cuando descubriste con sorpresa la vida submarina este verano en Formentera a través del cristal de unas gafas de bucear. Protestabas contrariado cuando el mal tiempo te impedía ir a montar a lomos de Kent. Tu curiosidad y tus ganas de aprender siempre fueron insaciables. Fuiste el ojito derecho de todas tus educadoras, el orgullo de tu escuela.

No creas que olvidamos lo gamberrete que siempre fuiste. Aficionado al escapismo, a pegar portazos, a esconderte para darnos sustos, a pasar olímpicamente de bajar de los castillos hinchables, a encerrarte tras cualquier puerta que tuviera un pestillo, a correr por los pasillos del colegio mirando hacia atrás muerto de risa mientras profesores y alumnos te perseguían. Disfrutaste y bebiste la vida a grandes tragos, como un auténtico cosaco.

Últimamente estabas radiante con tus nueve añazos. Más guapo que nunca, totalmente recuperado. Si tiempo atrás hacerte comer y sobre todo masticar exigía agotadoras sesiones, ahora era un placer verte disfrutar con la comida. Pasaste de estar flaco y deslavazado a convertirte en un niño fuerte y sano. Tu sonrisa, ya legendaria, se había impuesto por encima de todo para permitirte alcanzar la plenitud. Quizá por eso la muerte, que tanto te había acechado, decidió que era el mejor momento para llevarte con ella.

«Muere joven el amado de los dioses», escribió el dramaturgo griego Menandro hace 2.300 años. No imaginamos cuánto llegarán a amarte los que se te acaban de llevar. Quizás no tanto como los que aquí quedamos, desolados por tu marcha: familiares, amigos, compañeros, educadores, personal sanitario y todos los que te conocimos, Álex. A cada uno nosotros nos trataste y nos hiciste sentir como alguien especial. Tu sonrisa ha sido un regalo impagable del que sólo hemos podido disfrutar nueve cortísimos años. Gracias por todo lo que nos has dado.

(Familia Villoch Carrión)
sábado, 20 de junio de 2009 | By: Abril

Te regalo un cuento


Te regalo un cuento. Podía haber sido un paseo por el parque o una canción a medio hacer. Una carta de amor, un capuccino en tu plaza favorita o un truco de magia sin ensayar apenitas. Pero no. Quería que fuera un cuento. No para después de hacer el amor ni para que nos echemos de menos. No para que suene el Adaggieto de la quinta de Mahler, ni nada por el estilo.
Te regalo un cuento para que puedas hacerlo tuyo dibujándole una narizota, para que lo compartas con tu vecina de escalera o con tu gato. Para que elijas la banda sonora que te apetece que suene de fondo mientras lo lees.
Yo tengo mis canciones para escribirte. Tu las tuyas para leerme.
Te regalo un cuento para que puedas llevarlo contigo, dobladito en el bolso, o entre las páginas de un libro de Benedetti. Para que cuando te enfades conmigo puedas estrujarlo y hacer con él una pelota de papel, arrojarlo por la ventana y mirar complacida cómo lo atropella un autobús. Para que lo fotocopies mil veces y le entregues una copia a quien más te apetezca. Para que envuelvas con él una manzana o para colgarlo en tu pared. Para que le claves alfileres los días en los que me matarías. O para apuntar encima del título el teléfono de tu banco.
Te regalo un cuento improvisado. De esos que empiezas a escribir sin pensar y que no sabes cuándo acaban. Te regalo esta noche y todas las demás. Te ofrezco mi sonrisa non stop, sin conservantes ni colorantes. Aún a riesgo de poder ser acusado de alevosía y nocturnidad, y aunque puedan encontrarse muchos más agravantes.
Te dejo abierta la ventana para que te cueles, para que me espíes ésta noche. Para que me veas sin que te vea. Para que me cuides un poco sin que yo lo sepa.
Te regalo una idea. El concepto más hermoso de complicidad, un escenario vacío en el que buscar la manera de encontrarse. Te regalo un cuento que habla de amigos y de sueños, de noches de verano pegajosas, de mí mismo mientras me imagino tu cuarto desde lo alto del cielo, antes de lanzarme en picado sobre tu almohada. De kamikazes que se estrellan en tus brazos y que no vuelven a despegar, ni falta que les hace.
Te regalo el kit completo de cariño, el maletín mágico con el que jugabas de niña a maquillar muñecas y cocinar guisos de plastilina mientras yo fabricaba dinamita con el Quimicefa.
Te regalo un cuento indeterminado sin pies ni cabeza, sin trama ni desenlace final, sin argumentos y sin actores de reparto. Sin moraleja. Y si la tiene, que sólo tú la conozcas.
Lo único que necesitas es apagar la luz, cerrar los ojos y la puerta de tu habitación, no necesariamente en ese orden. Dejar que te lea al oído, olvidarte de las facturas y del telediario. Quererme un poco más que hace cinco minutos y hacérmelo saber, de alguna manera.
Te regalo un deseo. Llenarte de unas ganas locas de reír y de que salgas corriendo en busca de una diadema bonita para el pelo. Que necesites llamarme y te encuentres pidiéndome que apague la luz, que cierre mi puerta y entonces, empieces a leer el mismo cuento que estás leyendo ahora. Y ojalá no podamos dejar de llamarnos cada noche, para contarnos el mismo cuento. Toda una vida.
Un cuento para llevarte de viaje, y para leerle a tus hijos y a los míos, a tus nietos y a mi abuela. A las calles y a los parques.
Te regalo un cuento sin papel de colores ni un "espero que te guste". Sin aplicar el IVA y sin descuento por pronto pago. Un cuento que habla de ti y de mí, que pueda leerse cualquier día del año, a cualquier hora, sea cual sea tu estado de ánimo o tu sabor favorito de helado.
Te regalo este cuento.

(Jorge Gonzalvo Díaz. Carta finalista del IV Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor de Escuela de Escritores).
martes, 12 de mayo de 2009 | By: Abril

Carta de una "Chica de Ayer"


Querido Antonio:

Llegué a tu vida, como suelo llegar a todas partes: a destiempo, sin saber que tú habías puesto banda sonora a todas mis tardes de lluvia y que escribiste aquella canción para mí. No llegué cuando las niñas de mi generación tenían tu foto forrando sus carpetas de instituto, no. Llegué en tu peor momento, cuando convertido en un espectro tratabas de levantarte apoyado en tu guitarra, para no desfallecer sobre el escenario, pedestal donde no te acostumbrabas a vivir del todo.Y me enamoré de tu sensibilidad. Fue conocerte y colocarme detrás de ti y comenzar a ser el remiendo perfecto de tu sombra rota.

No fue casualidad que existiera aquella tienda de discos de las que estaba sembrada cualquier calle del centro hace diez años, en la prehistoria de la piratería discográfica, donde un desconocido, en lugar de regalarme flores, me invitó a conocerte en un concierto. Nunca he vuelto a verlo, en cambio de ti nunca me volví a separar, desde aquella noche.

Siempre habías estado ahí y me di cuenta demasiado tarde de que tú eras Antonio, la voz que me tocaba el alma en cada acorde con esas manos trémulas y yo era tu Chica de Ayer…

Ahora te has ido, porque todo el mundo tiene que irse algún día y los que viven deprisa, suelen hacerlo antes. Te has ido como te gustaba, sin despedidas, sin dramas, dejándome a este lado de la calle, con mi paraguas rojo, bajo la lluvia exterior que se confunde con la interior…y forma charcos a mis pies.

¿Sabes lo que más me duele? Saber que la voz de “El sitio de mi recreo” hoy se ha quedado sin dueño…

(La Dama)
martes, 14 de abril de 2009 | By: Abril

Carta a Lou


Lou:

Que yo sufra mucho carece de importancia comparado con el problema de que no seas capaz, mi querida Lou, de reencontrarte a ti misma. Nunca he conocido a una persona más pobre que tú: ignorante pero con mucho ingenio, capaz de aprovechar al máximo lo que conoce, sin gusto pero ingenua respecto de esta carencia, sincera y justa en minucias, por tozudez en general.
En una escala mayor, en la actitud total hacia la vida: mentirosa, sin la menor sensibilidad para dar o recibir, carente de espíritu e incapaz de amar. En afectos: siempre enferma y al borde de la locura, sin agradecimiento, sin vergüenza hacia sus benefactores…
En particular: Nada fiable, de mal comportamiento, grosera en cuestiones de honor…Un cerebro con incipientes indicios de alma. El carácter de un gato: el depredador disfrazado de animal doméstico, nobleza como reminiscencia del trato con personas más nobles, fuerte voluntad pero no un gran objeto, sin diligencia ni pureza. Sensualidad cruelmente desplazada. Egoísmo infantil como resultado de atrofia y retraso sexual. Sin amor por las personas pero enamorada de Dios. Con necesidad de expansión. Astuta, llena de autodominio ante la sexualidad masculina.

Tuyo:

F.N (Friedrich Nietzsche)

martes, 7 de abril de 2009 | By: Abril

Carta a mi madre


Querida mamá, te escribo esta carta ficticia en torpe compensación por tantas cartas verdaderas no escritas –ahora que lo pienso, no recuerdo haberte dirigido nunca una carta personal verdaderamente a ti, algo que fuera más allá de postales o misivas familiares, donde quedabas englobada como destinataria en un «queridos todos» o cosa parecida– y por tantas palabras nunca dichas o, aún peor quizá, mal dichas... malditas. Te la escribo ahora que aún estás, pero ya no estás, es decir, cuando todavía formas parte de mis preocupaciones pero yo ya no estoy en las tuyas, de las que tantas veces –¡ay!– fui protagonista. ¿Sigues teniendo hoy preocupaciones de algún tipo, pese al mal de Alzheimer, la arteriosclerosis o como quieran llamar la dolencia que te ha robado la mente los doctos que no pueden curarla? Supongo que sí, sean provocadas por el frío, el calor, el hambre o cualquier otra incomodidad, es decir, siempre relativas a la privación de los pocos goces meramente negativos que aún te quedan.
Nada tendrán que ver ya con el amor ni el cuidado por lo tuyos, que fueron ocupación central de tu vida, pero aún así serán «cuidados» personales de uno u otro tipo, porque mientras dura la vida podemos perderlo todo menos el apremio tibio y, sin embargo, inexorable de cuidarnos. Sólo la muerte nos descuida por completo al cogernos por descuido.
Cuando voy a verte a la residencia con alguno de mis hermanos, de vez en cuando, me sonríes al saludarte con un beso. Y creo que te brilla en los ojos una chispita de la antigua ironía, algo que podría ser un atisbo de reconocimiento.
¿No decían siempre que yo era tu preferido, el que más se parecía a ti en lo físico y también espiritualmente, en la mala leche polémica? Quizá al verme piensas hacerme alguna broma sobre lo viejo que estoy, sobre lo blanca que tengo la barba, sobre lo asustado que llego a esa antesala de la muerte que es el hogar de ancianos (Mors. O quam amara est memoria tua), sobre lo poquísimo que me parezco ya al niño cabezón y nervioso de enormes orejas despegadas al que tú mimabas. Piensas alguna pulla o algún consuelo para mí, pero luego se te olvida y sigues sin hablar. Habría tanto que decir que las palabras se han vuelto imposibles. Sólo de vez en cuando farfullas algo poco inteligible, cuando te enoja nuestra obsequiosidad o estás fastidiada por cualquier motivo que sólo tú conoces. Por lo menos aún te quedan ganas de protestar.
También le pasa a otras, como esa compañera de achaques sentada al fondo de la visitas que al oírnos hablar contigo repite una y otra vez en voz muy alta: «¿Y lo mío, lo mío, lo mío qué? ¿Y lo mío, lo mío?». Nadie le responde porque no hay respuesta.
Es un terrible lugar la residencia, aunque sea de lujo y estés muy bien atendida. No objetivamente terrible para quienes allí están, sino subjetivamente para el que viene de afuera y quizá también para ti misma, a ratos. Es el espanto de lo irremediable.
De allí jamás podremos salir, ni tú ni tampoco yo desde que fui a verte por primera vez. Sé de lo que hablo, porque estuve hace más de treinta años en la cárcel unos cuantos días y ya nunca me he librado de ella por completo. Ahora estoy seguro de que tampoco de esta residencia –ajardinada, cómoda, inexpugnable– volveré a irme del todo, hasta que quizá un día me instalen en un lugar semejante a esperar el final.
Mientras la otra señora insiste en su queja inútil, que es imposible no compartir –«¿y lo mío, lo mío, lo mío?»– porque ninguno sabemos a dónde se fue todo ni cómo se va yendo lo que nos queda, yo por hacer algo te doy una revista. Y entonces lees los titulares con voz clara y entonada, con la voz de siempre. ¡Qué fiero y cruel prodigio: se te ha olvidado hablar, pero aún sabes leer!
Ya sólo puedo oírte como antes cuando me lees en voz alta, como me leías hace medio siglo aquellos cuentos que yo me aprendía de memoria para después fingir leerlos a mi vez en el libro infantil antes de haber aprendido siquiera las primeras letras, asombrando a algunas visitas crédulas.
Tu voz precisa y entonada de lectora, la que yo más he amado, es la última que se resiste aún a abandonarte. Ninguna madre tiene derecho a quejarse de que sus hijos nunca lean o lean a regañadientes si ella no ha sido capaz de leerles de vez en cuando como tú me leías a mí... incluso mucho después de que supiese ya leer perfectamente, sólo por darme gusto. No hay cosa que más deteste ahora que verme obligado a soportar una lectura de poemas o un capítulo de novela balbuceado con narcisismo incompetente por su autor o una conferencia leída (que frente a una
espontáneamente recitada es algo así como alimentarse con guisos enlatados en lugar de tomar alimentos frescos): pero si tú aún pudieras leer para mí cuentos de hadas o historias de animales que hablan, me acostaría a escucharte como cuando tenía fiebre. Para siempre.
No fuiste una intelectual –te recuerdo defectos, pero no pedanterías, y así quisiera que me recordasen a mí–, aunque en cambio te gustó siempre muchísimo leer. Te gustaba leer y, por tanto, leías por gusto. No te imagino leyendo algo ilustre pero aburrido y a mí me sedujiste a la lectura sin proponerme jamás un programa cultural. Para convencerme de que leer es algo maravilloso e imprescindible me bastó ver el entusiasmo con que comprabas la reciente novela de Agatha Christie aparecida en editorial Molino. Si te hubiera oído citar a Dante o a Proust seguramente me hubiese dedicado al fútbol. Según un ritual pueril que no sé si aún se practica, cada diente que se me caía debía ponerlo debajo de la almohada para que un misterioso ratón me trajese un regalo. Siempre fueron libros y así obtuve por primera vez El candor del padre Brown de Chesterton y La montaña de luz de Salgari, entre tantos otros como dientes de leche cambié por colmillos más adultos. ¿Cómo podrían agradecerse suficientemente tales regalos? Determinaron mi vida entera, mis aficiones: me hiciste el alma. También me condenaste, desde luego, a seguir buscando sin cesar volumen tras volumen– la reconquista de aquella felicidad primera. Nunca te equivocabas en lo que iba a gustarme ni nunca dudé de tu criterio. Cuando mostraba interés por algunas de las novelas de Plaza que tú leías con fruición, como Vicki Baum, Pearl S. Buck o Cecil Roberts, te limitabas a decirme: «Éste no es para ti». ¡Cuánta razón tenías! Aún hoy siguen sin serlo. En cambio me pasabas después de haberlas leído otras como El ataúd griego, de John Dickson Carr (quizá fuese de Ellery Queen, lo único que recuerdo bien es que el intrigante féretro había dos cadáveres en lugar de uno) o alguna de S.S. van Dine, el alimento imaginario que yo precisamente necesitaba. Con el tiempo he ido ampliando al ámbito de mis lecturas y creo haber hecho algunos descubrimientos esenciales en ese campo por mí mismo, pero los primeros libros que tú elegiste para mí componen el disco duro de mí alma literaria y no han dejado de gustarme «nunca».
Sólo una vez me diste un terrible disgusto literario, pero fruto no de un error sino de tu mayor acierto. Muchos de aquellos obsequios preciosos, como los libros de Chesterton, Los cuentos de las colinas de Kipling o las Novelas de pavor y misterio de Stevenson (que incluían a Jekyll y Hyde junto ala espeluznante historia de Juana la Cuellituerta), me llegaban a las primorosas ediciones de la colección de Crisol de Aguilar, mi preferida entre todas, encuadernadas en piel de diferentes colores según los géneros y con hojas de papel biblia impresa en la letra diminuta. Por entonces comencé a tener problemas de visión y se descubrió que tenía un ojo con mucha mayor miopía que el otro, casi atrofiado a fuerza de no utilizarlo. Hube de ponerme gafas y comenzaste a vigilar para que no leyera con poca luz o un tipo de letra que me obligaba a forzar demasiado la vista. Y fue precisamente entonces cuando me hablaste de Sherlock Holmes y encontré en nuestra pequeña librería Paternina de la calle Fuenterrabía, frente a casa, el primer volumen de las obras completas de sir Arthur Conan Doyle, en la colección Joya de Aguilar, hermana mayor de Crisol, pero con el mismo papel finísimo y la misma letra microscópica. Empecé Estudio en escarlata y supe desde el primer momento que me adentraba en un paraíso donde serían comestibles no sólo las manzanas prohibidas, sino hasta serpientes tentadoras.
Pero entonces, al verme aferrado al volumen congestionado de más de mil páginas y renglones minúsculos, te entró un escrúpulo oftalmológico y me dijiste que debía devolver el libro: ya me buscarías una edición más legible de las andanzas del gran detective. ¡Renunciar a Sherlock Holmes ahora que lo tenía todo junto en la mano! ¡Ser declarado inútil total para Baker Street –donde ya había decidido vivir hasta el fin de los tiempos– por culpa de mi mala vista, que luego me sirvió ni siquiera para evitar la mili! Monté tan dramática zapatiesta que volví a recuperar el amado volumen –sólo estuvo fuera de mi tutela unas cuantas horas– y hasta conseguí que me compraras sucesivas y espaciadamente los otros cuatro que formaban las obras completas de sir Arthur. El afán que no admite demoras no cortapisas por un libro, eso es algo que tú podías entender. Y yo soy tu hijo ante todo porque fuiste capaz de comprender eso y sólo por haber salido de tu vientre.
También eras capaz de discutir, artera e incansablemente. Nunca he tenido mejor adversario polémico que tú, es decir, nunca lo he tenido «peor». Después de haber cruzado armas verbales contigo durante años, todas las batallas dialécticas me parecen sosas. Tenías la honradez básica de aceptar de inmediato el núcleo de lo que se debatía en cada caso, para luego desplegar todas las artimañas imaginables capaces de debilitar la posición contraria. Percibías infaliblemente la más pequeña grieta en la armadura del adversario y arremetías sin contemplaciones. En especial fuiste siempre magistral en el manejo de la ironía demoledora y en el subrayado de ese aspecto ridículo o enclenque poner a la luz.
Me temo que también en esta peligrosa habilidad he sido un discípulo tuyo incluso demasiado aventajado...
Nuestros torneos tenían lugar por las mañanas, en el cuarto de baño, mientras tú completabas tu aseo personal. Yo me sentaba en la tapa del retrete mientras ibas y venías ritualmente entre esponjas, polvos y lociones. La cuestión en litigio era lo de menos, aunque solía pertenecer al campo de la teología y –un poco más tarde– al de la política. Como toda polemista de raza, preferías los temas infinitos, imposibles de resolver. Aceptabas y hasta propiciabas de un grado las digresiones, pero no tolerabas las inconsecuencias. Todavía hoy, cuando discuto con algún incauto y le cuelo de rondón cualquier argumento con mera apariencia de solidez, suelo pensar: «Éste mi madre no me lo hubiera dejado pasar». Me adiestraste insuperablemente para refutar, aunque quizá tanto a ti como a mí nos ha faltado siempre humilde disponibilidad para aceptar ser refutados.
Otras dos cosas más aprendí de ti o merced a ti. Con todo lo que tenías de crítica y discutidora en cuestiones de opinión, siempre fuiste fácil de conformar en los asuntos prácticos. Ante el plato dudoso de comida, ante la habitación mediocre del hotel o la butaca con mala visibilidad en el teatro, procurabas siempre conformarte (¡y conformarnos!) celebrando con entusiasmo contagioso las excelencias imaginarias de lo que nos la tenía reales. Nunca te interesó lo suntuoso ni lo refinado, ese énfasis ridículo en lo accesorio que desde entonces para mí siempre ha despertado las sospechas de estrechez de alma. Soporto el buen gusto, pero no las ínfulas de quienes creen tenerlo. Preferiste lo confortable a lo exquisito, lo cordial a lo sublime, lo habitual a lo insólito y sobre todo a lo que hay (y de momento basta) al nuevo instrumento básico que recomiendan los creadores de falsas necesidades. Pese a pertenecer a una familia acomodada y a vivir estupendamente, nunca tuve sensación en mi infancia o adolescencia de que el derroche superfluo fue cosa recomendable, ni siquiera decente.
Resultaba lógico comprarse un libro interesante aunque fuese caro, porque los libros importan,pero era absurdo gastarse más de lo debido en una camisa, si las hay buenas y baratas, o beber Veuve Clicot en Navidad cuando el cava rosado del Ampurdán está también riquísimo y lo que más importa es la buena compañía. A fin de cuentas, casi nada es «insoportablemente» malo para quien contempla las cosas con ojos de coraje y alegría. Un personaje de Shakespeare (en King Lear, si la memoria no me falla otra vez) dice: «Aún no esta ocurriendo lo peor cuando uno puede decir: esto es lo peor». Así pensabas y así pienso yo también y de aquí debería partir todo verdadero inconformismo no melindroso. Quiero pensar que incluso si hubieras podido verte hoy plácidamente demente en la residencia de la muerte no hubieras cambiado de criterio. En cuanto a lo que me concierne o, mejor concernirá, también lo afirmo. Mientras dure la vida y el dolor resulte soportable, no hay que dar por perdida la aventura.
Durante años te vi sacrificarte y también rebelarte contra la necesidad de sacrificio: otra importante lección para mí. Te casaste aún joven con un hombre mucho más viejo que tú, hermano mayor del novio casi adolescente que te asesinaron en la guerra civil. Se trataba de además de un enfermo crónico –aunque lleno de buen humor y capacidad de trabajo– al que debías cuidar mucho para que llegara a ver crecer a sus hijos. Y los hijos fueron nada más ni nada menos que cuatro.
Añadamos a esta nómina de responsabilidades tu extremadamente anciana suegra y tus propios padres, pues todos acabaron viviendo y muriendo contigo, bajo tu tutela. No hay juventud que resista tantas obligaciones, tantas renuncias de viajes y diversiones que pudieran apartarte demasiado tiempo de la trinchera donde debías combatir contra todas esas alarmas diferentes. Y, sin embargo, nunca llegué entonces a verte marchita, siempre me pareció que conservabas una animosa y hasta agresiva lozanía. Se notaba, sin embargo, que eras consciente de cada una de tus renuncias y por supuesto que no te gustaba renunciar.
Creo que viviste la mayor parte de tu vida atrapada en tu deber y, sobre todo, prisionera de una concepción de la mujer que convierte demasiadas necesidades hospitalarias en tristes virtudes femeninas.
Cumpliste escrupulosamente hasta el final, pero se te escapaban con frecuencia no tanto gritos de protesta como miradas y suspiros de rebelión. Yo te explotaba como los demás –¡más quizá que lo demás!–, pero a la vez vigilada y comprendía tu ocasionalmente descontento. Incluso, tu inconsciente rencor contra lo inevitable, que barnizabas con la desmejorada purpurina de la resignación cristiana.
Mis ojos paganos leyeron tu ejemplo al revés, seguramente porque soy mucho peor que tú: decidí enseguida no sacrificarme jamás o por lo menos no confundir la excelencia con la renuncia, demasiadas veces inevitable para no incurrir en mera inhumanidad. En efecto, lo inhumano debe ser evitado aunque a veces nos cueste mucho, pero la gloria de lo humano reside en un lugar muy diferente, bajo el sol de lo jubilosamente apetecible que sólo condesciende a regañadientes y en dosis mínimas a lo irremediable. Así, pobre querida mía, con egoísmo triunfal, y reivindicativo, fui terriblemente feliz a costa tuya.
En su hoy injustamente preterido librito El arte de amar, Erich Fromm comenta –al hablar del amor materno– la metáfora bíblica de la tierra que mana «leche y miel». Y dice: «La leche es el símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar vivo». La buena madre, como la mejor tierra prometida, es la que no sólo da leche a sus hijos, sino también miel. La que les contagia su amor a la vida y no sólo les protege o asegura su subsistencia. Concluye Fromm: «Es posible distinguir, entre los niños– y losadultos– los que sólo recibieron leche y los que recibieron leche y miel». Yo recibí leche y miel antes, ay, de abandonar la tierra prometida. Cuando me relamo, madre, aún siento bañados en indeleble dulzura los labios que alimentaste.
Creías en mí, en la fuerza que había en mí. Mejor dicho, en mí llegó a haber cierta fuerza porque tú me convenciste de que creías en ella. Te enfrentabas con mis rebeliones, incluso rabiosamente a veces, pero nunca me desalentabas. Recibí aliento hasta de tus menos razonables intransigencias. De modo que te debo radicalmente mi alegría, ese secreto trágico que suelen envidiarme. Porque nadie, ni la muerte futura y ya presente, puede debilitar la alegría de quien se ha sabido de veras amado –no mimado, no adulado– por su madre, de quien ha notado crecer su propia inteligencia en inteligencia con ella. Cuando las cosas han comenzado tan estupendamente nada sabrá nunca ya ir mal del todo. Aún sigo rodando, gozando y combatiendo gracias al empellón fabuloso con que me proyectaste a un mundo trasgresor en cuyos vicios mayores sólo pudiste participar a través de las novelas. A veces quiero creer que te he vengado, de algún modo. Pero ya da igual, porque la fricción inmisericorde del tiempo y la realidad van frenando poco a poco la inercia confiada, generosa, arrolladora, que supiste darme. Ahora llego estremecido a esta residencia y te veo muda, liberada de todos los cuidados que te abrumaron, pero esclavizada del todo, indescifrable. Y siento un último instinto de predador, un afán de rapiña desesperada: sentarme a tu lado, cogerte las manos frías y reclamarte injustamente al oído «mamá, ¿y lo mío, lo mío, lo mío?».

(Fernando Savater)

Carta a mi padre


Querido Papá:

No me gusta pensar que te quiero a veces, sólo a veces. Sí, a veces. En esas ocasiones en que tu sonrisa no es distorsionada por una carcajada estúpida. En esas veces en que el sudor de tu frente aparece como resultado del trabajo y no como consecuencia del encierro en ese fétido y desagradable lugar en el que juras cariño a perfectos desconocidos, entre los que olvidas a tu propia familia.
No logro creer cómo una persona puede ser al mismo tiempo tan fuerte ante la vida pero tan débil frente a una botella. Me gusta pensar que ese otro que también vive en tu cuerpo no eres tú. Me resultas tan lejano, tan desconocido.
En las mañanas de remordimiento cuando sólo te ocupas de arrepentirte de aquello que no recuerdas, pero que por nuestros rostros adivinas que estuvo mal, no puedo sino sentir compasión. Sin embargo, esa compasión no es suficiente para arrancar el rencor que me hace arder el alma después de que has sido violento con la mujer que no hace más que amarte y morir de angustia cada que adivina tu paradero, después de que las manecillas del reloj se alejaron del margen de tu hora de llegada.
Ni siquiera me doy cuenta de cómo ha pasado el tiempo. De cómo dejé de ser tan inocente para creer ciegamente cada que dices que esto no volverá a pasar. No, nunca he dudado de que nos quieras. Lo que no me queda claro es qué tanto te quieres a ti mismo.
Lo único que temo ahora es a la reacción que provocará la próxima vez que te vea y te sienta agresivo. Ahora no puedo ser indiferente.
Nunca te he culpado por nuestras carencias ni por todo aquello que hubiera deseado ser o hacer y no pude. Pero tampoco puedo hacer como que nada pasa.
Me llena de impotencia querer y no poder ayudarte porque el único que puede hacerlo es ese que te devuelve la mirada en el espejo. Sólo espero que cuando por fin lo comprendas no sea demasiado tarde. Porque, ¿sabes?, la verdad papá es que te amo.•

Tu hija.

(G.D.V.)
miércoles, 11 de marzo de 2009 | By: Abril

Angélica


Perdona que no te haya escrito durante todos estos años. Estaba ocupado viviendo y teniendo hijos y nietos. Ahora, sin embargo, es ese momento de la vida en el que, repentinamente, estoy más cerca de ti que de ellos. Esa mágica antesala de la muerte que tenemos los viejos, un pequeño puñado de horas en el que se difuminan los recuerdos más presentes (no me preguntes cuántos nietos tengo, porque lo he olvidado) y aparecen, nítidas, las imágenes de hace tantos años.

Ayer por la tarde, o lo que yo creo que fue ayer por la tarde, llovía y se hizo de noche muy pronto. A las seis no quedaba luz en la calle apenas para un par de pasos. Empezó a llover, con esa lluvia con que la primera primavera trata de mellar el invierno. Estaba solo en un salón oscuro que brincaba con los parpadeos caprichosos del televisor, escuchaba la lluvia tabletear contra el cristal; y te vi. Te vi a mi lado, de pie en un lateral del cine Pardiñas, una tarde como ésa, exactamente igual, con nuestras pellizas sobre los hombros y el rostro ardiendo por el ambiente caldeado y la bruma de cigarros de la sala. Te vi de nuevo dedicándome la única mirada de amor que jamás me brindaste, mientras Don Francisco Largo Caballero, en la tribuna del cine, nos hablaba de la revolución. Hasta entonces yo había dudado si me amabas a mí o a nuestra cita histórica; si amabas al hombre o a la idea que el hombre compartía contigo. Pero tus ojos, en ese momento, cuando la sala empezó a rugir y a aullar y a aplaudir y a levantar los puños y después a cantar, a cantar, a cantar, tus ojos, Angélica, fueron los dulces ojos de la penetración. Se hizo en mí esa mirada y supe: no existe diferencia. Amar es procurar y en cada momento procuramos lo que las horas nos dejan. Hay una hora para construir un nido, una hora para las lágrimas y otra para las risas y otra para la lucha. Y saborearlas todas como si sólo fuesen una, ésa, la de cada momento, eso, Angélica, es el amor. Amor no es reír de por vida sino reír cuando en la vida toca y hacerlo como si no fuese a haber otra oportunidad.

Así nos vino el presente, Angélica. Sólo hubo un tiempo para reír y la aprovechamos diligentemente, al salir del mitin, juntos, tomados de la mano y paseando por la calle Alcalá, casi sin palabras. Quiero pensar que cuando la araña negra de la muerte anidaba en tu aliento pudiste ver, en una décima de segundo, aquellas calles que abrazaban el frío, las gentes vociferantes que se mofaban de las palabras de Gil-Robles y de las derechas (si el Parlamento no nos sirve, lo apartaremos) y recordándole a los transeúntes y al siglo que había llegado nuestro momento. Ese momento que nos llegó para luchar en octubre de ese mismo año, 1934. El mismo en el que perdimos.

Yo entonces era aprendiz y tú ya eras bordadora, creo. Lo siento, Angélica, esta confesión me arranca lágrimas pero lo cierto es que esta lucidez postrera no me alcanza para poder recordar cómo nos conocimos. Apenas recuerdo mis dudas previas, mis certezas posteriores y aquel paseo en la noche madrileña, rodeados de camaradas que cantaban por las aceras, y nosotros reservando nuestro ardor de lucha, apartándolo momentáneamente porque ése era nuestro tenso tiempo; porque entonces, Angélica, en esos momentos, nos mirábamos y sonreíamos y hacíamos planes. Lo daríamos todo, qué sencillo se nos hacía. Aplazaríamos el placer de nuestros cuerpos y nuestras almas algún tiempo, porque llegaba la hora de la lucha. Apuntalando la lógica de nuestros planes, tú te hiciste correo de mensajes sustanciosos, de planes meticulosamente trazados por el partido, como tantas otras lo fueron. Y yo te admiré por un motivo más y queriéndote a ti aprendí a querer a tu figura.

Y recuerdo también el otoño siguiente cuando eras para mí apenas alguna esquela breve que los amigos comunes me hacían llegar. Me hiciste llamar para que nos viésemos. Otra tarde fría de domingo en un banco de la plaza de Oriente en la que te esperé largo rato hasta que llegaste; y me saludaste con otros ojos. No era la hora de las miradas tiernas y supe entenderlo. Te marchaste a Asturias esa noche sin que nos tocásemos, sin recordar el amor porque el amor es también no mostrarlo ni nombrarlo cuando otras cosas que lo hacen coherente reclaman la atención. Me hablaste de la lucha y del momento y de tu ilusión y de tu marcha. Me dijiste que te habían ordenado ir al norte, donde ya se esperaba aquella fuerte resistencia de los cenetistas a ser uno en la pelea. Me dijiste que me envidiabas porque yo, menos implicado o valorado, me quedaría en Madrid, en mi casa y mi trabajo, y podría vivir en primera persona el epicentro de nuestra revolución. Entonces, Angélica, ni tú ni yo sabíamos que eras tú la que viajabas al epicentro. Me habría cambiado por ti sin dudarlo, aún sabiendo (o tal vez precisamente por eso) que perderíamos, que acabarían por masacrarnos en los valles mineros. Cuando te ibas, ya de pie mientras yo permanecía sentado y sonriéndote, regresó, leve, fugaz, ese mirar de enamorado. Un parpadeo privado entre los dos que me juró tu cuerpo, me juró tus manos y tus tiempos futuros a cambio de mi fidelidad de ahora que, de todas formas, te habría entregado sin un reproche. Tanto te amaba y amaba lo que tú amabas.

Te busqué. Imploré, supliqué, exigí al partido que hiciera esfuerzos por saber de ti. Los camaradas rebosaban caridad conmigo. Supongo que sabían bien que te habían purgado, que te habías ido por el sumidero de la derrota en un remolino de cadáveres olvidados. Pero nunca nadie me dio cuenta de ti. Te encontré yo solo, en el verano del 36, exprimiendo al máximo dos o tres confesiones borrosas que había logrado conseguir de amigos de amigos. Encontré tu fosa sin lápida en una colina sobre un valle que me dijeron que defendiste. Un manto verde que te cubría. Y ya no me mirabas. Ya no quedaba nada, Angélica.

Ojalá puedas comprenderme.

Yo había esperado por otra cosa, para otra cosa. La promesa era diferente. No esperé para abrazarme a un recuerdo, para reposar junto a un túmulo de hierba que la lluvía terminaría por confundir con la colina misma. Yo esperé por unos ojos ciertos y una mirada que recordaba bien, y un cuerpo que adivinaba sedoso y miles, miles de miles de segundos de existencia en común y palabras y calor. Te esperé a ti, Angélica, a ti y a tu labor. Pero no a tu imagen.

El resto es fruto del azar. Aquel verano, antes de regresar a Madrid, quise visitar a unos parientes en Galicia y allí estaba el 18 de julio. Volví a pisar Madrid seis años después y vestido de caqui.

Ya ves, Angélica. La vida tomó otro derrotero. Se desvió o, quizá, simplemente buscó otro canal por donde fluir pues el que estaba previsto, el que abrió en la roca tu mirada, se cegó de repente. Me gustaría decirte que no te he olvidado todos estos años, pero no es cierto. Tú me enseñaste que el amor es aprovechar cada ocasión y no mirar atrás. Amarte a ti era colgarse del muro de la pasión sin preocuparse de la altura y, si después de ti no hubo pasión, tampoco hubo alturas a las que temer. Te he llevado dentro de mí, dormida. Quería pensar que con no recordarte bastaba. Pero ahora me doy cuenta de que amarte fue, y es, sentirme pobre y culpable por haber gastado más de sesenta años que tú podrías haber vivido. El amor es triste, Angélica, porque al amor siempre le falta algo.

Quisiera poderte pagar por todo lo que ya no fuiste. Pero no puedo. No puedo hacer nada, Angélica. Ni por ti, ni por mí. Sólo puedo decirte lo que la urgencia de aquellos tiempos dejó para más adelante porque, finalmente, llega la última hora y ahora me encuentro, seis décadas después, donde ya estuviste tú cuando, subida a los contrafuertes de un valle, recibiste el atropello de los morteros; así pues veo, como viste tú, que no hay más adelante, que lo que hubo detrás se disuelve y que nada, nada, ni la lluvia sobre el empedrado de Madrid, ni los cánticos febriles, ni tan siquiera un beso cálido casi adolescente, recibe la merced de permanecer. Por eso, aunque sea al papel y a unos restos pulverizados bajo la hierba de una colina quiero decir, porque ya es tarde: te amo, Angélica. Te amaré siempre.

"Echado está por tierra el fundamento
que mi vivir cansado sostenía.
¡Oh cuánto s'acabó en solo un día!
¡Oh cuántas esperanzas lleva el viento!

¡Oh cuán ocioso está mi pensamiento
cuando se ocupa en bien de cosa mía!
A mi esperanza, así como a baldía,
mil veces la castiga mi tormento.

Las más veces me entrego, otras resisto
con tal furor, con una fuerza nueva,
que un monte puesto encima rompería.
Aquéste es el deseo que me lleva
a que desee tornar a ver un día
a quien fuera mejor nunca haber visto".

Garcilaso de la Vega, Soneto XXVI

(Héctor Otero)

Nota: Carta finalista del I Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor.
domingo, 22 de febrero de 2009 | By: Abril

Recuerdos en un cartel


Esta mañana me he dado cuenta de que no recordabas mi nombre. Lo he visto en tus ojos azules, mi princesa, cuando he entrado en la cocina, aún en pijama, adormilado, y te he has girado hacia mí con el paquete abierto de café en una mano y una cuchara en la otra, dándome los buenos días.

Durante apenas un segundo se te ha congelado la sonrisa, pero enseguida has fingido reconocerme y has seguido con lo tuyo, como si tal cosa. Yo me he vuelto al dormitorio y he abierto el tercer cajón de la cómoda. He tomado el cartel de cartulina roja, el que lleva mi nombre dibujado en mayúsculas de trazo grueso, y me lo colgado al cuello. Después, sentados a la mesa, cuando me has pasado el azúcar, has mirado mi cartel y he notado que te relajabas. “¿Te apetece una tostada, Miguel?”, has preguntado, haciendo hincapié en la pronunciación de mi nombre, para que yo viera que sí, que lo sabes, aunque algunos días no puedas recordarlo sola.

Los médicos dijeron que el desarrollo sería progresivo, muy lento y de hecho, hay días que aún son buenos, incluso parecen normales. Y en esos días soy yo el que se olvida de esta pesadilla en la que estamos inmersos los dos, desde hace casi tres años, envueltos en esta penumbra, en esta bruma que no te deja mirar atrás, mi princesa, que te esconde adrede nuestro pasado y nuestro presente, nuestros buenos y malos momentos, nuestros sentimientos y hasta nuestros sueños. Pero en medio de esta niebla, he de mostrarme tranquilo, sosegado, sereno. Ser metódico y mantener tu entorno claro y ordenado, exento de imprevistos y alteraciones que puedan perturbarte. Por eso, todo lo que hacemos cada día sigue una rutina y por eso, también, he marcado cada rincón de la casa con pequeñas etiquetas de colores que muestran mensajes diversos: “Azúcar”. “Armario para vasos”. “Sopa = cuchara”. “Calcetines”. “Te amo, Celia”, por todas partes, “Te amo”.

Acabas tu desayuno y te levantas sin decir nada. Cruzas el pasillo decidida y te veo desaparecer tras la puerta cerrada del baño. No debo atosigarte, así que pongo los vasos en el fregadero, recojo a toda prisa las migas de la mesa y te espero impaciente, sentado en el sofá de la sala. Hago como que leo el periódico, dejo que las gafas de cerca se escurran hasta la punta de mi nariz y permanezco atento a cualquier ruido extraño, a cualquier golpe o a cualquier llamada, para correr en tu busca, a rescatarte, mi princesa. Cuando sales, han transcurrido veinte minutos que a mí me han parecido eternos. Te has cardado el pelo como uno de esos punkis que tanta gracia te hacían. Has pintado de carmín rojo tus labios, y también las comisuras, y te has perfilado los ojos con lápiz negro, embadurnándote los bordes como un payaso que estuvo llorando antes de su gran espectáculo. Has confundido la laca de uñas con el frasco de perfume, y por tu cuello se deslizan dos hilillos plateados. “¿Estoy guapa?”, preguntas. Y yo sonrío, o trato de hacerlo, y te contesto que claro, que tú siempre estás guapa, y me vuelvo contigo al baño para convencerte de que es la hora de la ducha. “Ay no papá, papaíto, que aún no es domingo”, replicas lloriqueando y pataleas flojito en el suelo. “No quiero ducharme, no quiero”. Pero te dejas hacer y voy quitándote la ropa mientras canturreas una canción de cuna, aquélla que le cantabas cada noche a nuestra Ana para que por fin cogiera el sueño. Contemplas fascinada la espuma que resbala por tu cuerpo desnudo, tan frágil, y chapoteas y me salpicas y todo termina convertido en una gran piscina. Y yo termino empapado también. Empapado y agotado a las diez de esta mañana en la que no recuerdas mi nombre. Te envuelvo en una toalla y al momento la arrojas al suelo y sales corriendo hacia el cuarto. Abres el armario y lo revuelves todo hasta encontrar un vestido floreado, liviano, de vuelo y sin mangas. Recuerdo habértelo visto en alguna noche de verbena. “Es diciembre, mi cielo, hace frío”, te digo. Pero no hay forma. Te enfadas y me gritas. Me empujas con una fuerza que no sabía que tenías. “¡Suéltame! ¡Qué me sueltes!”, y tiras con fuerza del vestido, y la delicada tela se rasga, pero da lo mismo, te lo pones, con zapatos de tacón, muy altos, como siempre te gustaron. ”Ya estoy lista”. Me sonríes, coqueta, y te sonrojas, como la primera vez que te lancé un piropo a verte pasear con tus amigas por el Parque Grande. “Guapa”, te digo, y te guiño un ojo, como entones.

En el grupo de apoyo nos explican siempre la importancia de ir en busca de recuerdos, así que hoy, como cada día, dedicamos horas a mirar fotos, los dos juntos, sentados sobre el sofá, rodeados de álbumes viejos y cajas de lata. Asientes y sonríes mientras traigo hacia ti, poco a poco, los momentos bellos que encierran esas imágenes inmóviles. Y de pronto empiezas a hablar, a relatar las historias que quedaron plasmadas en el papel fotográfico y hasta me cuentas detalles que yo ya había olvidado. Te miro y vuelves a ser mi Celia, mi amor, mi niña... mi princesa. Me abrazas y te abrazo. Y permanecemos así, arropados con tu manta favorita, apoyada tu cabeza en mi hombro, hasta que de pronto te incorporas y me contemplas muy seria. “No debe abrazarme así, caballero. Estoy casada”. Te separas de mí y me invitas a marcharme. Yo obedezco, sumiso, por no contrariarte, y te dejo viendo la tele, ensimismada, murmurando palabras que solamente tú comprendes, mientras voy a la cocina a preparar el almuerzo. Hoy, tu plato favorito. Lasaña de atún casera. “Vamos a comer, mi vida”, te digo al cabo del rato. Paso un brazo por encima de tus hombros, te ayudo a levantarte y dirijo tus pasos hacia la mesa, vestida con tu mantel preferido y las servilletas de hilo que bordabas por las tardes. “Te he preparado lasaña, ¿ves?”. Cruzas los brazos delante del pecho y pones morritos. “No me gusta la lasaña”. Y yo: “Claro que sí, mi amor. Si la adoras”. Pero te niegas a probarla, te tapas la boca con las dos manos y sacudes la cabeza. Intento convencerte y le das un manotazo al plato. La lasaña se desbarata y la mezcla de bechamel, atún y tomate cae sobre tu regazo y se esparce por el suelo. Me miras, horrorizada. “Lo siento, Miguel. Lo siento”. Tiemblas y se te llenan los ojos de lágrimas, y los míos se inundan también, porque esta vez no ha ocurrido, no has mirado mi cartel. Esta vez, mi princesa, has recordado mi nombre.

(Susana Corroto)

Nota: Carta finalista del VIII Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor